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Estudio-vida de Levíticopor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-6571-0
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Actualmente disponible en: Capítulo 20 de 64 Sección 1 de 3

ESTUDIO-VIDA DE LEVÍTICO

MENSAJE VEINTE

LA OFRENDA POR EL PECADO:
EL CRISTO QUE SE OFRECIÓ A SÍ MISMO
POR EL PECADO DEL PUEBLO DE DIOS

(3)

Lectura bíblica: Lv. 4:8-15, 19, 21, 26, 31, 35; 6:25; 16:3, 5

Antes de considerar más aspectos de la ofrenda por el pecado, quisiera añadir algo con relación al pecado. En el Nuevo Testamento, el pecado es una personificación. Esto no es algo insignificante, sino algo muy crucial.

En este universo existen dos fuentes. La primera es Dios, y la segunda es Satanás, el enemigo y adversario de Dios (la palabra Satanás significa adversario). Satanás se hizo enemigo y adversario de Dios cuando empezó a luchar contra Dios por el poder (Is. 14). Satanás también tentó al Señor Jesús con respecto al poder (Lc. 4:5-7). Hoy en día el universo entero participa en la lucha por el poder que se libra entre Satanás y Dios. Todo el mundo sigue a Satanás y ha llegado a tomar parte en esa lucha maligna. Por tanto, debido a la influencia de Satanás, toda la humanidad se ha involucrado en la lucha por el poder. Por ejemplo, tal vez los empleados de cierta empresa luchen por un ascenso. Ésta es una parte pequeña de la lucha universal por el poder, una lucha que podemos ver por doquier.

Esta lucha por el poder es uno de los cinco ítems que en conjunto constituyen el pecado. Estos ítems son la carne, el pecado, Satanás, el mundo y el príncipe del mundo. El príncipe del mundo representa la lucha por el poder. A todo ser humano, incluyendo a los niños, le gusta ser un príncipe, un líder, y en todos los lugares de la tierra se libra la lucha por el poder. Como veremos, tal lucha por el poder está relacionada con la ofrenda por el pecado.

Cuando nos arrepentimos ante el Señor y le recibimos como nuestro Salvador, fuimos alumbrados para ver que éramos malignos y estábamos bajo la condenación de Dios. Cuanto más amamos al Señor, más nos damos cuenta de que somos malignos. Cuanto más ora un creyente, más percibe que es maligno en extremo. Finalmente, llegamos a la comprensión que aun hoy, nosotros, los cristianos que buscamos al Señor, no somos más que un cúmulo de pecado. No solamente somos malignos y pecaminosos, sino que somos un cúmulo de pecado.

Si nos damos cuenta de que somos pecaminosos y empezamos a confesar nuestros pecados, descubriremos que cuanto más pecados confesamos, más tenemos para confesar. Ésta fue mi experiencia en 1935. Un día, teniendo el profundo sentir de que debía estar a solas con el Señor, me fui a un lugar apartado, me arrodillé, oré y comencé a confesar mis pecados. Mi confesión se extendió por bastante tiempo. Antes de aquella ocasión, no sabía cuán pecaminoso era ni cuántos pecados tenía. Vi que todo cuanto había hecho desde mi juventud era pecaminoso, e hice una confesión exhaustiva delante del Señor.

Debemos orar y tomar al Señor Jesús como nuestro holocausto, como Aquel que vive absolutamente entregado a Dios. Disfrutar a Cristo como holocausto nos llevará a tomarle como nuestro suministro de vida, nuestra ofrenda de harina, que es Cristo en Su humanidad quien llega a ser nuestro alimento diario. Debemos disfrutarle hasta que sintamos paz con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si hacemos esto, de inmediato estaremos en la luz, y la luz brillará dentro de nosotros, sobre nosotros y alrededor de nosotros. Entonces nos daremos cuenta de que hemos pecado y que somos pecado. Ésta es la experiencia que vemos en 1 Juan 1. Dios es luz (v. 5). Si hemos de tener comunión con Él, debemos andar en luz como Él está en luz. Si hacemos esto, nos percataremos de que tenemos algo que se llama pecado (vs. 7-8).

El pecado mencionado en 1 Juan 1 no es algo insignificante. El pecado es el enemigo de Dios, Satanás mismo, y tiene que ver con la lucha por el poder que se libra entre Satanás y Dios. Esta lucha por el poder nos incluye a nosotros; estamos involucrados en esta lucha.

¿Por qué no llevamos una vida de absoluta entrega a Dios? No llevamos tal vida porque en lo profundo de nuestro ser estamos en pro de nosotros y no de Dios. En esto radica la lucha. Tal vez una hermana experimente esta lucha mientras hace sus compras en una tienda departamental. Quizá ella desee comprar algo en particular, pero percibe que el Señor no está de acuerdo. Así que, le ruega al Señor que le permita hacer aquella compra por esa vez. El ruego de ella es, de hecho, una señal de la lucha que existe entre ella y el Señor. Satanás se halla escondido detrás de esa lucha.

Nosotros luchamos con el Señor acerca de muchas cosas. Amamos al Señor, asistimos a las reuniones de la iglesia y participamos plenamente en la vida de iglesia. Aparentemente, todo está bien. Sin embargo, sólo nosotros sabemos cuánto luchamos con Dios día tras día. Dios quiere que llevemos una vida de absoluta entrega a Él, pero nosotros quizás estemos dispuestos a vivir así sólo hasta cierto grado. Quizás critiquemos a los demás por no vivir absolutamente entregados a Dios, pero nosotros, ¿vivimos absolutamente entregados a Él? En vez de llevar una vida de absoluta entrega a Dios, experimentamos una continua lucha con Él por el poder.

¿Quién puede decir que lleva una vida de absoluta entrega a Dios? Ya que ninguno de nosotros vive así, necesitamos a Cristo como nuestro holocausto. Sólo Cristo vive absolutamente entregado a Dios.

Al abordar el tema del pecado, Pablo finalmente arribó a algo más profundo: no simplemente el pecado en sí, sino la ley del pecado (Ro. 7:25; 8:2). Muchos cristianos no se dan cuenta de que existe algo que se llama la ley del pecado. ¿Sabe usted qué es la ley del pecado? La ley del pecado es simplemente el poder, la fuerza y la energía espontánea que nos lleva a luchar con Dios. Hay algo en nosotros que está vivo y activo; se esconde en nuestro ser interior y nos vigila. Cada vez que nos viene el menor pensamiento de vivir entregados a Dios, algo dentro de nosotros se levanta para subyugarnos. Esto es la ley del pecado. Pablo por experiencia descubrió que no sólo el pecado moraba en su carne, sino que dentro de él también había un poder, una fuerza y una energía naturales que oponían resistencia cada vez que él deseaba vivir entregado a Dios. Esto hizo que fuera un hombre miserable (7:24). Ésta es la ley del pecado, la cual es el significado más profundo del pecado.

A menudo hemos sido derrotados por esto que se esconde en nosotros. Por ejemplo, tal vez deseemos amar al Señor, pero espontáneamente la ley del pecado opera en nosotros, y poco después, el pensamiento de amar al Señor desaparece.

La experiencia que Pablo tuvo con relación a la avaricia, o la codicia, fue lo que lo llevó a descubrir la ley del pecado (Ro. 7:7-8). Cada uno de los Diez Mandamientos tiene que ver con acciones externas, excepto el mandamiento de no codiciar. Este mandamiento confronta la codicia que está dentro de nosotros. Pablo no quería ser codicioso, pero no podía evitarlo. Cada vez que intentaba obedecer este mandamiento, algo en su interior reaccionaba y producía “toda codicia”. Así pues, Pablo era víctima de la ley del pecado.

No debemos tomar a Cristo como nuestra ofrenda por el pecado de una manera superficial; más bien, debemos tomarlo como nuestra ofrenda por el pecado a un grado más profundo. Esto remodelará todo nuestro ser.

Ya que hemos visto que el pecado implica la lucha por el poder y que la ley del pecado es el poder, la fuerza y la energía que opera espontáneamente en nosotros para que luchemos contra Dios, prosigamos ahora a considerar otros aspectos de la ofrenda por el pecado según Levítico 4.


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