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Estudio-vida de Isaíaspor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-6375-4
Copia impresa: Living Stream Ministry disponible en línea

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ESTUDIO-VIDA DE ISAÍAS

MENSAJE CUARENTA Y SIETE

EL SIERVO DE JEHOVÁ
como pacto para el pueblo y luz para las naciones
A FIN DE SER LA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS

Lectura bíblica: Is. 42:5-7; 49:6, 8b-9a; Ro. 10:3; 3:21-22; Gá. 2:16, 21; Ro. 5:16b, 18a, 12, 21a; Jn. 5:24; Ro. 5:18b; 8:17a; Gá. 3:29b; Hch. 26:18; Ef. 2:5; Jn. 1:12-13; Ro. 8:15; Tit. 3:5; 2 Co. 3:18; Ro. 8:29, 30b; Mt. 26:28; He. 7:22; 9:15-17; Jn. 9:5; 1:4, 9; 8:12; He. 7:16b; 2 Ti. 1:10b; 1 Ti. 6:19, 12; Ap. 21:2-3, 9b-11, 18-23; 22:1-5; Zac. 12:1; Ro. 8:4b; Ap. 1:10a; 2 Ti. 4:22; Is. 12:3-4

En este mensaje quisiera decir algo más con respecto a Cristo como pacto y luz para el pueblo escogido de Dios. ¿Por qué era necesario que Dios nos diera a Cristo como pacto? ¿Qué significado tiene esto? Aparentemente, no es difícil entender lógicamente el pensamiento según el cual Cristo es la luz dada por Dios a las naciones. Pero el pensamiento de que Dios nos dio a Cristo como pacto es difícil de entender. No obstante, debemos percatarnos de que la Biblia entera está corporificada en estos dos asuntos: el pacto y la luz. Toda la Escritura compuesta por sesenta y seis libros está corporificada en estos dos asuntos: Cristo como el pacto y Cristo como la luz.

En dos pasajes de la Biblia encontramos afirmaciones claras de que Cristo nos ha sido dado a nosotros, el pueblo escogido por Dios, primero como el pacto y, segundo, como la luz (Is. 42:5-7; 49:6, 8b-9a). Isaías 42:6b, refiriéndose a Cristo, dice: “Te guardé y te puse / por pacto al pueblo, por luz a las naciones”, e Isaías 49:6b y 8b dicen: “También te pondré por luz de las naciones / para que seas Mi salvación hasta los confines de la tierra [...] te guardaré y te daré por pacto al pueblo”.

Estas palabras debieran causarnos una profunda impresión. Muchos cristianos, cuando leen la palabra de Dios, sólo ven las cosas superficiales. Al leer un capítulo como Efesios 5, prefieren recalcar que las esposas deben sujetarse a sus esposos y los esposos deben amar a sus esposas. Esto concuerda con sus preferencias, sus gustos. Aunque la Biblia ciertamente enseña que las esposas deben sujetarse a sus esposos y que los esposos deben amar a sus esposas, éste es un ítem muy pequeño en la enseñanza de la Biblia. El ítem principal develado en la Biblia es la economía de Dios. La economía de Dios consiste en que Dios mismo sea impartido a nosotros como nuestra vida, nuestra persona y nuestro todo. Esto es lo que la Biblia enseña, y esto es lo que el Antiguo y el Nuevo Testamento nos revelan. Pero, lamentablemente, casi todo lector de la Biblia tiene un velo sobre sus ojos con respecto a este asunto y, por ende, no pueden verlo.

I. LA SALVACIÓN COMPLETA DE DIOS
TIENE POR FUNDAMENTO SU JUSTICIA
Y ES CONSUMADA EN SU VIDA

La Biblia nos muestra que Dios tiene una economía, un plan eterno, el cual consiste en impartirse Él mismo a nosotros como nuestra vida, nuestra persona y nuestro todo. Lamentablemente, después que el hombre fue creado por Dios, cayó. En la caída, el hombre quebrantó los requisitos propios de la justicia de Dios. Como resultado de ello, el hombre fue condenado por la justicia de Dios. Ahora entre nosotros, los pecadores caídos, y Dios se interpone el problema de la condenación. Todos los pecadores, los descendientes de Adán, están bajo la condenación de Dios debido a que fueron en contra de la justicia de Dios. Por tanto, es necesario que primero seamos justificados por Dios para ser librados de la condenación de Dios. No hay otra forma de que Dios anule tal condenación si no es por medio de Su justificación.

Los israelitas, el pueblo de Dios bajo el antiguo testamento, se esforzaron al máximo por establecer su propia justicia a fin de ser justificados por Dios con base en su propia justicia. Pero su justicia no se conformaba a la norma establecida por la justificación de Dios (Ro. 9:31; 10:3). La justificación realizada por Dios se conforma a la norma más elevada, la norma de la justicia de Dios. Pablo dijo claramente que es con este propósito que Dios nos ha dado a Cristo como justicia de Dios. En 1 Corintios 1:30 se nos dice que Dios primero nos puso en Cristo y, después, hizo que Cristo fuese nuestra justicia. Por tanto, lo primero que Cristo es para nosotros, es la justicia de Dios. No tenemos necesidad de establecer nuestra propia justicia. Huelga decir que esto nos es imposible. Aun si pudiéramos dejar establecida nuestra propia justicia, tal justicia no se conformaría a la norma de la justicia de Dios.

Nuestra justicia es como polvo amarillento, mientras que la justicia de Dios es como oro amarillo resplandeciente. La norma de nuestra propia justicia es muy inferior. Por tanto, si presentamos nuestra propia justicia ante Dios, ello carecerá de todo valor. A esto se debe que la Biblia diga que ninguna carne, es decir, ningún hombre caído, será justificado por Dios a causa de sus propias obras hechas en procura de guardar la ley (Ro. 3:20). Todo cuanto hagamos, independientemente de cuánto podamos realizar en conformidad con la ley, no cumple con los requisitos de Dios y, por ende, no se conforma a la norma establecida por la justificación de Dios. Únicamente la justicia de Dios podrá conformarse a tal norma.

El Antiguo Testamento nos provee una buena ilustración, el relato de cómo Abraham obtuvo un hijo, para mostrarnos que la justicia del hombre jamás podrá conformarse a la norma establecida por la justificación de Dios. En un sentido muy real, el hijo de Abraham, Isaac, representa la justicia de Dios. Dios le prometió a Abraham que Él le daría un hijo y que este hijo sería una bendición para todas las naciones de la tierra (Gn. 15:3-5; 18:10, 14; 22:18). Pero Sara, la esposa de Abraham, le propuso a éste que procurase concebir un hijo por medio de su sirviente Agar, y Abraham aceptó esta propuesta (Gn. 16:1-4a, 15). Lo que Abraham produjo por tales medios fue Ismael, quien fue rechazado por Dios. Dios le ordenó a Abraham echar fuera a Ismael (Gn. 21:10-12). Por tanto, lo que Abraham produjo no contaba para Dios. Únicamente aquello que Dios le daría contaba. Génesis 15:6 dice que después de escuchar la palabra de Dios, Abraham creyó a Dios, y Dios se lo contó por justicia.

Así pues, podemos ver la justicia de Dios al comparar a estos dos niños, Ismael e Isaac. Ismael ciertamente no se conformaba a la justicia de Dios; únicamente Isaac se conformaba a la justicia de Dios. La única manera en que Abraham pudo recibir tal hijo que se conformaba a la justicia de Dios fue por medio de la fe. El apóstol Pablo dijo exactamente lo mismo. Él dijo que no debemos esforzarnos por establecer nuestra propia justicia (Ro. 10:3; Fil. 3:9). Eso equivaldría a producir un Ismael, lo cual jamás contaría delante de Dios como algo que Él desea. Tenemos que creer en Dios; sólo entonces recibiremos lo que procede de Él, y lo que procede de Dios es Cristo mismo como nuestro Isaac de hoy. Este Cristo es la justicia de Dios dada a nosotros como nuestra justicia, nuestra aceptación por Dios, y esto finalmente se convierte en la bendición. Hoy en día el propósito de Dios es darse Él mismo, corporificado en Cristo, a nosotros para ser nuestro todo. Así pues, es preciso que le recibamos primero como nuestra justicia, después como nuestra vida, después como nuestra persona, después como nuestro todo, y finalmente como nuestra herencia.

Ahora debemos considerar cómo este Cristo podía llegar a ser nuestra justicia, la cual nos es dada por Dios. En primer lugar, Cristo, como justicia de Dios y como Sustituto nuestro, tenía que morir. La justicia de Dios requería que Cristo muriera una muerte vicaria en beneficio nuestro, y Cristo hizo esto. En la víspera de Su muerte, Él estableció una mesa para Sus discípulos a fin de que le recordasen y le disfrutasen. Al establecer la mesa del Señor, Él tomó la copa y dijo a Sus discípulos: “Esta copa es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lc. 22:20). Estas palabras vinculan el pensamiento de la justicia de Dios con la sangre de Cristo. Es por medio de la sangre de Cristo que podemos recibir y obtener el perdón de Dios, y el perdón de Dios equivale a Su justificación. Cuando Dios nos justifica, Él nos perdona, y cuando Dios nos perdona, Él nos justifica. Según lo dicho por el Señor Jesús, este perdón, o esta justificación, está por completo basada en la muerte de Cristo, la cual ha cumplido plenamente con los requisitos de la justicia de Dios.

Aparentemente, en el nuevo pacto hemos recibido muchas cosas, pero en realidad hemos ganado una sola cosa: Cristo. El antiguo testamento establecido por medio de Moisés únicamente dio la ley al pueblo. Pero el nuevo testamento, el nuevo pacto, establecido por Cristo mediante Su muerte, nos da al propio Cristo. Primero, este Cristo murió por nuestros pecados a fin de resolver todos los problemas en relación con la justicia de Dios. Luego, después de esta muerte, Cristo entró en la resurrección. En Su resurrección, Él fue hecho Espíritu vivificante a fin de poder entrar en nosotros para vivificarnos, hacernos germinar, animarnos, avivarnos. Aunque la muerte de Cristo nos justifica, todavía seguimos muertos. La muerte de Cristo, únicamente por sí misma, no basta para impartirnos vida a fin de vivificarnos con miras a que disfrutemos de todo lo que es producto de la justificación de Dios. Después que Dios nos justificó, Él deseaba concedernos muchas bendiciones; pero si seguíamos muertos, sería imposible para nosotros disfrutar de todas Sus bendiciones como nuestra herencia. Por tanto, era necesario que Cristo diera otro paso, el paso de la resurrección. En la resurrección ocurrida después de Su muerte, Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante. Es por completo correcto afirmar que Él llegó a ser el Espíritu que infunde vida, incluso el Espíritu que imparte vida, pues dar vida es infundirla, e infundir vida es impartirla. Cristo, como tal Espíritu, entró en nosotros para vivificarnos, para darnos vida, para infundir la vida divina en nuestro ser a fin de vivificarnos. De este modo, fuimos regenerados para ser hijos de Dios, con lo cual ya no somos meramente pecadores que han sido justificados, sino hijos de Dios.

Inicialmente, la vida estaba en Dios, y no tenía nada que ver con nosotros. Pero mediante la muerte de Cristo, fuimos lavados, fuimos justificados y fuimos perdonados. No obstante, seguíamos siendo personas muertas. Entonces, Cristo llegó a ser el Espíritu vivificante en resurrección para infundirnos, impartirnos, la misma vida que estaba en Dios a fin de vivificarnos, regenerarnos, hacernos hijos de Dios, personas nacidas de Dios y no meros cadáveres que fueron justificados. Fuimos vivificados; fuimos regenerados; nacimos de nuevo para ser hijos de Dios.

Romanos 8:17 dice que como hijos de Dios, también somos herederos de Dios que heredan a Dios mismo como su todo. Esto quiere decir que heredaremos a Dios como nuestra herencia. En muchas ocasiones el Antiguo Testamento, especialmente el libro de Jeremías, afirma que Israel será el pueblo de Dios y que Él será su Dios. El Nuevo Testamento, en 2 Corintios 6:16, cita estas palabras. Que nosotros seamos el pueblo de Dios significa que somos herencia de Dios, y que Dios sea nuestro Dios significa que Él es nuestra herencia. Antes que fuera posible esta mutua herencia, tanto Dios como nosotros, nosotros y Dios, éramos pobres. Antes de poseer a Dios, no teníamos nada, y antes que Dios nos tuviera, Él no tenía hijos. Ésta era la razón por la cual Él deseaba impartirse en nosotros, para hacernos Sus hijos; y todos Sus hijos son ahora Su herencia. Ahora Dios es rico. Esto nos permite entender el significado de estas simples palabras: “Y seré su Dios y ellos serán Mi pueblo”. Hoy en día, como hijos de Dios, tenemos a Cristo, y Cristo es la corporificación de Dios. Este Dios que está corporificado en Cristo es nuestra vida, nuestra persona y nuestra herencia. Asimismo, Dios también tiene una herencia. Nosotros somos Su herencia.

Todo esto se debe a dos cosas: Cristo como nuestro pacto y Cristo como nuestra luz. Cristo en calidad de pacto satisface la justicia de Dios, y Cristo en calidad de luz nos imparte la vida de Dios. Poseemos a Cristo como nuestro pacto; por tanto, no tenemos problema alguno con la justicia de Dios. Además, poseemos a Cristo como nuestra luz; por tanto, somos ricos en la vida divina. Ahora, con base en la justicia de Dios y en la vida de Dios, disfrutamos a Dios como nuestra herencia. Esto, en suma, constituye la salvación completa de Dios provista para nosotros.

Los sesenta y seis libros de la Biblia nos revelan muchas cosas. Cuando todas estas cosas estén corporificadas conformando una sola entidad, eso será la Nueva Jerusalén. Los sesenta y seis libros de la Biblia alcanzan su consumación en la Nueva Jerusalén. La totalidad de todas las cosas positivas relatadas en los sesenta y seis libros de la Biblia es la Nueva Jerusalén. Por un lado, podemos decir que la Biblia nos revela la línea central de la revelación divina, que es la economía de Dios y la impartición de Dios; por otro, podemos decir que, en resumen, la totalidad de lo que la Biblia nos revela es la Nueva Jerusalén. La Nueva Jerusalén es la composición total de toda la revelación de la Biblia.

El fundamento de la Nueva Jerusalén consiste en doce capas de piedras preciosas (Ap. 21:14, 19-20). Algunos libros fundamentales escritos acerca de los cimientos de la Nueva Jerusalén han hecho notar que los colores de las doce capas de piedras preciosas que conforman los cimientos de la Nueva Jerusalén tienen la apariencia de un arco iris. Según Génesis 9:8-17, el arco iris es una señal que nos recuerda la fidelidad de Dios referente a cumplir con Su palabra. La fidelidad de Dios está basada en Su justicia. Si no hubiera justicia, no habría fidelidad. Por tanto, el fundamento de la Nueva Jerusalén es la justicia de Dios juntamente con la fidelidad de Dios.

Al interior de la Nueva Jerusalén hay un río de vida, el cual fluye en espiral desde la cima de la ciudad hasta la parte de abajo, donde alcanza las doce puertas (Ap. 22:1). La corriente de ese río de vida satura toda la ciudad. A ambos lados del río crece el árbol de la vida. Por tanto, el contenido de la Nueva Jerusalén es la vida. Dentro de la ciudad fluye el río de vida y crece el árbol de la vida como una vid que se extiende a lo largo de ambas orillas del río, todo lo cual sirve de suministro a la ciudad entera. Esto indica que la totalidad de la Nueva Jerusalén tiene que ver con la vida edificada sobre el fundamento de la justicia. La vida es la consumación de la justicia, y la justicia es la base, el fundamento, de la vida.

En la Nueva Jerusalén, la vida es producto de la luz. Según Apocalipsis 21:23, en la Nueva Jerusalén no hay necesidad del resplandor del sol ni de la luna, pues la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Esto significa que Cristo es la lámpara, y Dios mismo, corporificado en Cristo, es la luz. Por tanto, en los cimientos de la Nueva Jerusalén podemos ver la fidelidad que se basa en la justicia. Además, podemos ver que la luz en la Nueva Jerusalén tiene como fruto la vida. Por tanto, la Nueva Jerusalén es la corporificación de la salvación completa de Dios, y la salvación completa de Dios está compuesta por la justicia de Dios como base y por la vida de Dios como consumación. Ésta es la revelación de la Biblia.

Finalmente, la salvación completa de Dios es Cristo mismo como pacto más Cristo como luz, y ésta es también la composición de la Nueva Jerusalén. La salvación completa de Dios tiene por fundamento Su justicia y es consumada en Su vida. Cristo en calidad de pacto satisface la justicia de Dios. Por tanto, tal pacto es el fundamento de la salvación de Dios. Después, Cristo en calidad de luz lleva a cabo la salvación de Dios, cuya consumación es la salvación de Dios en vida. Por tanto, la suma de Cristo como pacto y Cristo como luz equivale a la salvación completa de Dios.


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