Lecciones acerca de la oraciónpor Witness Lee
ISBN: 978-0-7363-1502-9
Copia impresa: Living Stream Ministry disponible en línea
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Permanecer en el Señor es la manera de mantener y continuar nuestra experiencia en cuanto al hecho de estar en el Señor. Tan pronto como somos salvos, Dios nos pone en Cristo. ¿Pero cómo podemos mantener nuestra comunión con el Señor? La Primera Epístola de Juan menciona dos maneras: la sangre y la unción.
En 1 Juan 1 se nos muestra de manera clara y directa que necesitamos mantener la comunión por medio de la sangre de Cristo. Dios es luz. Una vez que tenemos comunión con Dios y tenemos contacto con Él, no podemos evitar estar en luz. La comunión nos ubica ante Dios y también nos pone en la luz. Una vez que estamos en la luz, inevitablemente vemos nuestros pecados. Por ejemplo, a simple vista, el aire que nos rodea parece estar limpio. Sin embargo, si observamos ese aire a la luz intensa del sol, inmediatamente descubriremos que hay innumerables partículas de polvo flotando en el aire. Si no observamos el aire a la luz del sol, no podríamos ver las partículas de polvo. Del mismo modo, si no tenemos comunión con Dios y, por ende, no estamos en la luz, no podríamos estar conscientes de nuestros errores. Pero una vez que tenemos comunión con Dios y estamos en la luz, descubrimos que estamos llenos de impurezas. Hay impurezas en nuestra mente, en nuestra parte emotiva, en nuestra voluntad, en nuestras intenciones, en nuestros motivos e incluso en el sentir de nuestro espíritu. Cuando estamos en la luz, sin lugar a dudas nuestra verdadera condición se manifiesta. Y una vez que ésta se manifiesta, nuestra conciencia nos condena. Sin recibir el lavamiento de la sangre, indudablemente tendremos ofensas en nuestra conciencia. Cuando hay ofensas en nuestra conciencia, la comunión entre Dios y nosotros se interrumpe y nos salimos de la presencia del Señor.
Además, en nuestro vivir diario aún hay muchos pecados que ofenden a nuestra conciencia. Hemos mencionado cosas como ir al cine y perder la paciencia. Sin necesidad de que nadie se lo diga, usted sabe que estas cosas están mal. Como una persona salva que está en Cristo y que está en la luz, tiene automáticamente este sentir. No obstante, debido a su debilidad, quizás haya hecho tales cosas. Y por haberlas hecho, tenía ofensas en la conciencia, y tenía el sentir de haber salido de la presencia del Señor.
En ese preciso momento necesita ser lavado por la sangre de nuestro Señor Jesús. Si estamos en luz, como Dios está en luz, tenemos comunión unos con otros (1 Jn. 1:7). Bajo la luz de tal comunión, vemos nuestros pecados y los confesamos espontáneamente ante el Señor. Entonces la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia y quita las ofensas de nuestra conciencia (1 Jn. 1:9). Por consiguiente, sentimos que estamos otra vez en comunión con el Señor. La sangre tiene la capacidad de restaurar y recobrar nuestra comunión. Este recobro equivale a mantener la comunión.
En el Antiguo Testamento, en el día de la expiación, el sumo sacerdote llevaba la sangre al Lugar Santo y la ponía sobre el altar del incienso. Después la introducía al Lugar Santísimo y la rociaba sobre el propiciatorio, lo cual equivalía a rociarla ante Dios. Hebreos 9 dice que el propio Señor Jesús llevó consigo ante la presencia de Dios la sangre que derramó sobre la cruz, y la roció allí ante Dios. Hoy la sangre del Señor Jesús aún habla bien de nosotros ante Dios. Esta sangre habla en nuestro favor y constituye el fundamento de la expiación. Nosotros confesamos nuestras ofensas ante Dios con base en esta sangre. Cuando confesamos de esta manera, el Espíritu aplica la eficacia del lavamiento de la sangre sobre nuestra conciencia. Entonces nuestra conciencia es purificada de todas las ofensas, a fin de que no haya ninguna barrera entre Dios y nosotros, y así la comunión es restaurada. Por tanto, nos mantenemos permaneciendo en el Señor primeramente por medio de la sangre.
La aplicación del ungüento se menciona en 1 Juan capítulo 2. En la era del Nuevo Testamento, Dios viene al hombre como Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es sólo el aceite, sino también el ungüento. Dios viene al hombre para ser el ungüento que se mueve dentro de él. Tal mover es la unción. En 1 Juan 2:27 no sólo se habla de que el Espíritu es el ungüento en nosotros, sino aún más de que el ungüento nos unge. Por tanto, la aplicación del ungüento no se refiere al ungüento mismo, sino a la acción de ungir que tiene el ungüento, que es el mover del Espíritu Santo en nosotros. El mover continuo del Espíritu en nosotros nos mantiene en comunión con Dios y nos hace permanecer en el Señor. Así que, la unción también mantiene firme el hecho de que estamos en el Señor.
Por tanto, el primer medio por el cual mantenemos la comunión es el lavamiento de la sangre, y el segundo, es la aplicación del ungüento. Esto corresponde con los tipos hallados en el Antiguo Testamento. Los tipos en el Antiguo Testamento indican que, cuando el hombre deseaba entrar en contacto con Dios y tener comunión con Dios, primero tenía que rociar la sangre y después aplicar el ungüento. Al hablar de mantener la comunión, el Nuevo Testamento también menciona lo de rociar la sangre y aplicar el ungüento. El rociar la sangre es para limpiar todo lo que no debe estar allí. La aplicación del ungüento consiste en ungirnos con los elementos de Dios, incluso con Dios mismo. Es semejante a alguien que pinta muebles. Como resultado de la acción de pintar, la pintura es aplicada a los muebles. Cuando el Espíritu viene al hombre, Dios mismo viene al hombre. Y por medio del mover y ungir del Espíritu en el hombre, Dios se forja dentro de él.
Por tanto, por el lado negativo, la sangre limpia todas las cosas que no debemos tener. Por el lado positivo, el ungüento nos unge con lo que sí debemos tener. Lo que no debemos tener son los pecados, y lo que sí debemos tener es Dios mismo. Al ser continuamente limpiados con la sangre y ungidos con el ungüento, mantenemos nuestra unión con el Señor.
El Cordero y la paloma en Juan 1 son paralelos a la sangre y al ungüento. La sangre equivale al Cordero, y el ungüento a la paloma. El Cordero denota al Señor quien derramó Su sangre por nosotros en la cruz para quitar nuestros pecados. La paloma alude al Espíritu que viene al hombre para añadir en él los elementos de Dios. Por tanto, debemos aprender a recibir continuamente la sangre para el lavamiento de nuestros pecados y actuar según la aplicación del ungüento en nuestro interior. Por una parte, tan pronto como detectemos que estamos equivocados, debemos confesar nuestro error y recibir el lavamiento de la sangre. Por otra parte, siempre que el Espíritu se mueva dentro de nosotros, inmediatamente debemos movernos según el sentir de esa unción. Así, permaneceremos y nos quedaremos en el Señor. Ésta debe ser nuestra práctica continua e ininterrumpida.
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