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Ministerio de la Palabra de Dios, Elpor Watchman Nee

ISBN: 978-0-7363-0700-0
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Actualmente disponible en: Capítulo 17 de 18 Sección 2 de 8

NO DEBEMOS SEPARAR EL ESPIRITU
DE LAS PALABRAS

Quizá el ministro de la Palabra desee hablar de cierto tema y quiera aplicar algunos pasajes bíblicos. Posiblemente decida utilizar un pasaje al comienzo del mensaje, mientras que el Espíritu desee mencionarlo al final. Cuando se presentan estas discrepancias, el espíritu no puede fluir. Con frecuencia, debido a que las palabras pierden contacto con el espíritu, lo que se debe expresar al principio, se menciona al final, o viceversa. Cuando esto ocurre, las palabras salen sin el espíritu. Es decir, las palabras fluyen, pero el espíritu no las acompaña. La corriente del espíritu depende mucho de la secuencia del mensaje.

Hay casos en los que es necesario modificar el mensaje. A veces se debe cambiar el tema o los pensamientos que se pensaba compartir, aunque es posible cometer errores al hacer estos cambios. Las modificaciones pueden ocasionar que las palabras se separen del espíritu. Las palabras dan un giro, pero el espíritu no las sigue. El mensaje prosigue al siguiente punto, pero el espíritu se queda en el mismo lugar. En tales circunstancias, las palabras y el espíritu se separan; por consiguiente, cuando efectuemos cambios y pasemos de una cita de las Escrituras a otra, debemos hacerlo con mucho cuidado, para que las palabra y el espíritu no se separen. Si olvidamos citar cierto pasaje de la Escritura, el espíritu no puede citarlo y pierde el contacto con el mensaje y, como resultado, la unión entre ellos dos se pierde. Esto constituye un serio problema.

Los hermanos que son inexpertos tropiezan delante de Dios principalmente porque su espíritu está lesionado; y los más versados, porque han separado el espíritu de las palabras. Cuando uno empieza a ser entrenado, la mayor dificultad que uno enfrenta es encontrarse con un espíritu lastimado, pues éste se recluye. Pero cuando uno adquiere experiencia, la principal dificultad que uno enfrenta no radica en un espíritu lesionado, sino en la separación que ocurre entre éste y las palabras, pues no es fácil mantenerlos sincronizados. Cuando el orador comienza mal su mensaje, a partir de ahí causa una separación entre ellos dos. Por eso es importante mantener la secuencia en el desarrollo del mensaje, ya que si ésta se pierde, las palabras fluirán sin el espíritu. El mensaje puede separarse del espíritu en el momento en que se efectúa un cambio súbito. Cuando los pensamientos y los sentimientos no son lo suficientemente ágiles y fecundos como para dar ese viraje, las palabras salen fácilmente, pero el espíritu no puede seguirlas y se rezaga. Es menester expresar el mensaje junto con el espíritu sin separarlos. Cuando nos damos cuenta de que nos hemos salido de la corriente, debemos regresar. Recordemos que el espíritu es muy sensible, y que algunas veces no fluye ni aunque regresemos al punto de partida y expresemos lo correcto, ya que cuando lo dejamos al margen, no sólo se separa del mensaje sino que queda lesionado. El espíritu es extremadamente sensible. Por eso, debemos ser prudentes y prestar atención a este asunto. Necesitamos acudir a Dios para que tenga misericordia de nosotros a fin de que al efectuar los cambios necesarios no perdamos contacto con el espíritu. Al conversar con los hermanos o al predicar, debemos saber cuándo cambiar el curso juntamente con el espíritu. Cambiar de tema descuidadamente hace difícil mantener el mensaje en el espíritu. Tan pronto nos demos cuenta de que nos hemos desviado del tema, debemos regresar, no importa cuán difícil sea ni si tenemos que eliminar una gran porción del mensaje. Si recobramos el hilo del mensaje, es posible que recibamos la unción y las debidas palabras y que el espíritu fluya una vez más.

Los cambios apropiados que el ministro pueda efectuar en su mensaje dependen de la misericordia del Señor, no de su habilidad. Es muy difícil predecir cuando nuestras palabras causarán impacto, o si mantendremos el mensaje en el espíritu. Sin embargo, en la mayoría de las veces, si damos un buen giro al mensaje, se debe a la misericordia de Dios, no a nuestra sabiduría ni a nuestra experiencia. Por otra parte, podemos hacer el cambio debido en el curso del mensaje sin darnos cuenta, pero si el cambio no es positivo, lo notaremos de inmediato. Cuando damos un giro inadecuado al mensaje, no pasan ni dos minutos sin que lo notemos. Tan pronto lo descubramos, no debemos proseguir ni tratar de rescatar el mensaje. Como ministros de la Palabra, cuando tengamos la sensación de que nuestra predicación ha tomado otro rumbo, debemos regresar. A veces nos encontramos en un dilema: no sabemos si lo que expresamos fue adecuado o inadecuado. Se requiere cierto lapso para determinarlo. Lo notaremos al ver que el mensaje y el espíritu van por sendas diferentes; aunque las palabras siguen brotando, el espíritu no va con ellas. El espíritu es muy delicado, pues en el momento que nota que algo no está bien, se detiene. Y aunque podemos ubicarlo, no lo podemos obligar a salir. La gran oposición que experimentamos no nos permite dar salida a nuestro espíritu. Así que las palabras fluyen sin el espíritu. Al advertir que nos equivocamos de rumbo, debemos regresar.

¿Cómo podemos saber si lo que expresamos es correcto? Lo es si el espíritu fluye libremente mientras hablamos. El Espíritu nos restringe. Cuando hacemos un cambio, nos encontramos en un dilema sin saber qué camino tomar, pero al continuar hablando sentimos que el mensaje y el espíritu actúan juntos. Al ministrar la Palabra, debemos confiar únicamente en la misericordia de Dios, pues todo depende de ella. Si comprendemos esto, no confiaremos en la sabiduría ni en el conocimiento ni en la experiencia humanas. Sin la misericordia divina no podemos garantizar que hablaremos de parte del Espíritu de Dios más de cinco minutos. Es fácil dar un giro al mensaje, y es aún más fácil darlo mal, pero si estamos bajo la misericordia de Dios en todo momento, y aprendemos a confiar en El y nos encomendamos a El, expresaremos espontáneamente lo debido. Pero si Dios no nos concede Su misericordia, no importa cuánto tratemos, no podremos permanecer en esta experiencia. El resultado no es algo que el siervo de Dios pueda dictaminar; esto sólo le pertenece al Amo. No hay nada que nosotros podamos hacer; esto depende totalmente del Señor. No importa cuánta experiencia ni cuánto conocimiento tengamos, ni cuánto haya obrado Dios en nosotros en el pasado, debemos entregarnos sin reserva a Su misericordia; de no ser así, tal vez estemos bien por unos cuantos minutos, pero tan pronto hagamos otro cambio, nos volveremos a desviar.

El ministro de la Palabra de Dios debe estar consciente de que el propósito por el cual predica la Palabra es comunicar el espíritu a medida que expone el mensaje. La obra del ministro no consiste simplemente en promulgar la Palabra, sino en dar salida al espíritu por medio de ella. Si el ministro de la Palabra desea comprobar si su espíritu fluyó en su mensaje, debe observar si su carga se ha aligerado. Si éste es el caso, el Señor lo usó y, por ende, no debe preocuparse por el fruto, ya que esto queda en manos del Señor. La salvación o la ayuda espiritual que la audiencia reciba depende del Señor, no de nosotros. El resultado no nos debe preocupar, pues esto está en las manos del Señor; nosotros simplemente somos Sus siervos. Para nosotros sólo queda un fruto práctico o personal: la seguridad de que el Señor nos concedió gracia y misericordia para comunicar la carga que nos dio.

El ministro de la Palabra no se regocija por la elocuencia, ni por la aprobación de los oyentes, ni por la ayuda que otros afirman haber recibido de él, sino por haber dado salida a su espíritu por medio de la palabra. Una vez que el ministro le da libertad al espíritu, su corazón queda libre de opresión, su carga desaparece y halla satisfacción en haber cumplido con su deber. De lo contrario, la carga permanecerá en él, no importa cuánto levante su voz, fuerce su garganta y agote sus energías. Lo que el ministro expresa tiene como fin transmitir una carga; por ello, cuando su espíritu permanece cerrado y aprisionado, siente que fracasó. Tan pronto fluye el espíritu, la carga se aligera, y cuanto más se aligera, más feliz se siente. Solamente cuando le damos libertad al espíritu, anunciamos la Palabra de Dios; sin el espíritu, todo lo que expresemos será una imitación. Siempre que la Palabra de Dios se trasmite por medio de nosotros, el espíritu se une a ella.

Debemos poner de nuestra parte para dar salida a nuestro espíritu. Una persona insensata sólo pone la mira en los frutos y se deleita en sus propias palabras y en los elogios que recibe de los demás, y no cree necesario tocar su espíritu. Sólo una persona necia, ciega y en tinieblas puede estar satisfecha con sus propias palabras, pues olvida el hecho de que las palabras sin el espíritu son vanas. Es vital que el espíritu fluya con nuestras palabras. Si estamos atentos a esto, la Palabra y el espíritu permanecerán unidos. Por una parte, debemos estar alerta para no separar la Palabra del espíritu; por otra, debemos mantenerlos unidos todo el tiempo. Aún así, esto sólo es posible por la misericordia de Dios. Cada palabra que emitamos debe ir acompañada del espíritu; de esta manera, expresaremos lo correcto, y la audiencia tocará algo elevado. Debemos ser cuidadosos, y además necesitamos la misericordia de Dios. Puesto que nosotros no sabemos dar un viraje sin perder el rumbo, necesitamos que Dios nos conceda Su misericordia para que no perdamos contacto con el espíritu. El hermano que se siente orgulloso de su propia predicación carece del ministerio de la Palabra, y no pasa de ser un simple predicador. Posiblemente él regrese a casa sintiéndose importante y adulado, pero no tiene el ministerio de la Palabra. Sólo los insensatos se enorgullecen. Recordemos que sólo la misericordia de Dios hace que el espíritu y la Palabra se mantengan unidos.


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