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Experiencia de vida, Lapor Witness Lee

ISBN: 978-0-87083-632-9
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IV. EL LIMITE DE NUESTRO TRATO CON LOS PECADOS

El límite de nuestro trato con los pecados es similar al del trato con nuestro pasado. Es vida y paz. Cuando tratamos con los pecados, debemos hacerlo hasta que tengamos vida y paz interiormente. Si seguimos nuestra conciencia al tratar con los pecados, nos sentiremos internamente satisfechos, fortalecidos, refrescados y avivados; también nos sentiremos gozosos, descansados, cómodos y seguros. Nuestro espíritu será fuerte y viviente, y nuestra comunión con el Señor será libre y sin impedimentos. Nuestras oraciones serán liberadas y con autoridad, y nuestra expresión será valiente y poderosa. Todas estas sensaciones y experiencias son las condiciones de vida y paz. Este es el límite de nuestro trato con los pecados, y esto también es el resultado de nuestro trato con los pecados. Lo que hemos dicho antes con relación a tratar con los pecados completamente implica que nosotros tratamos con los pecados hasta llegar al grado de tener vida y paz.

V. LA PRACTICA DE TRATAR CON LOS PECADOS

Previamente hemos dicho que hay dos aspectos con relación al propósito de tratar con los pecados: uno es la cuenta de pecados delante de Dios, y el otro es el pecado en sí. Por lo tanto, cuando practicamos el trato con los pecados, estos dos aspectos deben ser resueltos. Primero, la cuenta de pecados debe ser abolida; y segundo, debemos tratar con el hecho mismo de cometer pecados.

La abolición de nuestra cuenta de haber pecado delante de Dios está basada en la obra redentora de nuestro Señor en la cruz. Nuestro Señor soportó por nosotros el justo juicio de Dios. Su sangre satisfizo los requisitos de la ley de Dios a nuestro favor, por lo tanto, la cuenta de todos nuestros pecados delante de Dios ha sido abolida. Sin embargo, si este hecho objetivo ha de ser nuestra experiencia subjetiva, de todos modos existe la necesidad de aplicación. Hablaremos de esta aplicación dividiéndola en dos etapas: antes de ser salvos y después de ser salvos.

Hechos 10:43 dice: “Todos los que en El creyeren, recibirán perdón de pecados”. Estas son las palabras del apóstol cuando predicaba el evangelio a los que no eran salvos. El les dijo que todos los pecados que ellos habían cometido antes de ser salvos serían perdonados si solamente creían. Antes de ser salvos, la anulación de la cuenta de nuestros pecados dependía de nuestro creer. Por lo tanto, la aplicación se da a través de nuestro creer.

En 1 Juan 1:9 se dice que “si confesamos nuestros pecados, El (Dios)... perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda injusticia”. Estas palabras las escribe el apóstol a aquellos que son salvos, y se refieren a todos los pecados que cometemos luego de que somos salvos. Si estamos conscientes de ellos en la luz de Dios, debemos confesarlos delante de El; entonces seremos perdonados y limpiados. La anulación de la cuenta de nuestros pecados después de que somos salvos depende, por lo tanto, de nuestra confesión. Aquí la aplicación tiene lugar a través de nuestra confesión. Si nosotros no confesamos, Dios no nos perdonará ni nos limpiará. Al momento que confesamos, obtenemos perdón y limpieza. Si confesamos mientras estamos en este mundo, obtenemos perdón mientras estamos aquí. Si no confesamos mientras estamos todavía aquí tendremos que confesar en el reino venidero antes que podamos obtener perdón. Este perdón es llamado el perdón en el reino. En conclusión, obtenemos perdón por todos los pecados cometidos después de que hemos sido salvos, a través de nuestra confesión. Esta confesión es nuestro trato delante de Dios.

¿Cómo debemos tratar con el hecho mismo de cometer pecados? Si hemos ofendido a Dios, debemos resolver dicho asunto delante de El y procurar Su perdón. Si hemos pecado contra el hombre, debemos resolver esto delante del hombre por medio de pedirle perdón. Si nuestro hecho pecaminoso en contra del hombre envuelve meramente un asunto moral, sólo tenemos que confesar esto y pedir disculpas delante del hombre. Si también envuelve una pérdida de dinero y ganancias, entonces debemos pagar de acuerdo con la cantidad que debemos. Este acto de pedir perdón y reembolsar se aplica no sólo a los pecados cometidos después de ser salvos; también debemos tratar con todos aquellos pecados cometidos antes de que fuésemos salvos; debemos tratar con ellos uno por uno delante del hombre de acuerdo con nuestra consciencia interna. Este trato con los pecados delante del hombre es la parte principal de este asunto de tratar con los pecados, y debemos poner atención en practicarlo.

Cuando tratamos con los pecados delante del hombre, hay cuatro principios básicos que debemos recordar y en los cuales tenemos que permanecer.

El primer principio es disipar toda discordia entre otros y nosotros. Todo hecho pecaminoso nuestro, cuando viene a ser conocido por otros, sea que les cause daño o no, resulta en una condición de discordia entre nosotros. Por ejemplo: si agraviamos o maldecimos a otra persona, por un lado tenemos una cuenta de pecados delante de Dios, y por otro lado hemos dado una mala impresión sobre el que maldijimos y también sobre cualquier otro que estuviera presente. Así que, nos es difícil vivir juntos en armonía como antes. Por lo tanto, si, luego de ser iluminados, llegamos a estar conscientes de esto, tenemos, por un lado, que confesarlo a Dios y pedir Su perdón, y por otro, ir a las personas afectadas —el que fue maldecido y cualquier otro que hubiese estado presente— para disculparnos y para tratar con lo que hemos dicho. Haciendo esto, la mala impresión que le dimos será erradicada, y podremos vivir juntos como antes. Así que, el primer principio al tratar con los pecados es disipar toda discordia entre otros y nosotros.

Por eso, bajo este principio, aun nuestro perdón hacia otros y nuestra búsqueda de paz con otros también se incluyen en esta acción. Ya sea que estemos perdonando a otros o buscando la paz con otros, el propósito es disipar toda mala impresión y las situaciones de discordia entre otros y nosotros, para que en el universo podamos vivir pacífica y armoniosamente con Dios y con el hombre.

El segundo principio al tratar con los pecados es tener una conciencia limpia, libre de ofensa. El disipar una situación de discordia está relacionado con el hombre, pero el poseer una conciencia limpia, libre de ofensa, está en relación con nosotros mismos. Todo pecado que hemos cometido no sólo causa desaprobación en otros, sino que también trae condenación a nuestra conciencia. No sólo hará que otros tengan una mala impresión de nosotros, sino que también hará que nuestra conciencia tenga manchas de culpa. De modo que, nuestro trato con el pecado no sólo tiene como fin disipar las malas impresiones en otros, sino también para quitar la culpa de nuestra propia conciencia, para que nuestra conciencia esté limpia y libre de ofensa.

El tercer principio en tratar con los pecados es testificar de la salvación de Dios. Por causa de la iluminación de la vida de Dios, toda persona que ha sido salva verdaderamente por Dios tiene un agudo sentir con relación a los pecados y, por lo tanto, trata con ellos constantemente. Si uno está dispuesto a no considerar la pérdida y la vergüenza, y trata con los pecados voluntaria y humildemente, esto es un testimonio claro de que la salvación de Dios ha venido sobre uno. Si uno trata con los pecados continuamente, ha demostrado aún más que la gracia de Dios está todavía obrando en él. Cada trato verdadero con los pecados, por consiguiente, es el resultado de la gracia de Dios operando en uno y es un testimonio evidente de la gracia de Dios.

El cuarto principio en cuanto a tratar con los pecados es beneficiar a otros. Cada vez que tratamos con los pecados, el objetivo no es sólo disipar la condición de discordia entre nosotros y otros, hacer que nuestra conciencia esté limpia y libre de ofensa, o testificar de la salvación de Dios, sino también beneficiar a otros. Cuando tratemos con nuestros propios pecados, nunca les haremos daño ni les causaremos problemas a otros. El resultado de nuestro trato con los pecados es paz dentro de nosotros y también paz en otros. Así que, hacemos que otros se beneficien tanto espiritual y materialmente, y que por ende, sean edificados.

Los cuatro principios en cuanto a tratar con los pecados, los cuales hemos mencionado, son aquellos a los cuales debemos atender al llevar a cabo estos tratos. Independientemente del pecado con el cual estamos tratando y sin importar cómo tratamos con él, siempre debemos atender a estos cuatro principios preguntándonos: ¿Podrá este trato disipar la condición de discordia entre otros y nosotros? ¿Hará que nuestras conciencias estén claras y libres de ofensas? ¿Nos capacitará esto para testificar de la salvación de Dios y así darle a El la gloria? ¿Podemos beneficiar a otros por ello? Si las contestaciones a estas preguntas se ajustan a los cuatro principios, entonces podemos proseguir valientemente a tratar con el pecado. Pero si una de las respuestas no se ajusta a alguno de los principios, debemos ser cautelosos; de otro modo, el enemigo tomará ventaja de nuestro trato y lo usará para producir un resultado opuesto. A fin de que nuestros tratos sean llevados a cabo apropiada y cabalmente hasta el fin para que Dios sea glorificado, para que obtengamos gracia y para que otros se beneficien, vamos ahora a discutir algunos puntos técnicos de acuerdo con los cuatro principios mencionados.

Primero, el propósito de nuestro trato. Debemos ir a cualquier persona que hayamos ofendido y tratar el asunto. Si hemos pecado sólo contra Dios, tratamos sólo con Dios. Si hemos pecado en contra de Dios y del hombre, tratamos con Dios y con el hombre. Tratamos con los pecados de acuerdo con el número de personas contra las cuales hayamos pecado. No es necesario tratar con aquellos contra quienes no hemos pecado. Respecto del principio de disipar la condición de discordia, estamos obligados a ir a aquellos en contra de los cuales hemos pecado, quienes ya tienen una mala impresión de nosotros, y tratar con el pecado para que la condición de discordia existente entre ellos y nosotros pueda ser disipada. Con relación a aquellos contra los cuales no hemos pecado, la relación es armoniosa. Si vamos a ellos y tratamos con nuestro pecado, vamos a darles de este modo una mala impresión de nosotros, violando así el primer principio de nuestro trato con los pecados.

Si confesamos nuestros pecados a aquellos contra los cuales no hemos pecado o aquellos que no conocen nuestro pecado, no sólo les damos una mala impresión respecto de nosotros, sino que también provocamos chismes, los cuales sólo harán más daño a aquellos contra los cuales hemos pecado. En el pasado ha habido aquellos que no han tratado con los pecados en una manera cuidadosa. Ellos confesaron sus pecados públicamente, con el resultado de que aquellos contra los cuales ellos habían pecado fueron completamente arruinados, aún hasta el punto de que esposo y esposa se divorciaron, y hermanos se odiaron mutuamente. Un daño irreparable fue hecho de esta manera. Por lo tanto, cuando tratamos con los pecados debemos tomar la esfera de nuestro pecado como la esfera de nuestro trato. Nuestro trato no debe exceder la esfera del pecado que hemos cometido. Esta es la forma segura de obtener paz dentro de nosotros y no herir a otros.

Segundo, la circunstancia de nuestro trato con los pecados. En cualquier circunstancia en que hayamos pecado, debemos tratar con el pecado de acuerdo con la misma. Si hemos pecado abiertamente, tratamos con ello abiertamente, si hemos pecado secretamente, tratamos con ello secretamente. El pecado que hayamos cometido en privado no requiere que lo tratemos en público. Si hemos pecado en contra de una persona a sus espaldas, no tenemos que tratar con él cara a cara; es suficiente que tratemos el asunto secretamente nosotros mismos. De otra manera, aumentaremos la condición de discordia y así violaremos el principio de disipar la discordia.

Por ejemplo, si algunos han sido deshonestos con relación a asuntos de dinero en una organización, sin ser conocido por la persona a cargo, ellos no están obligados a comunicarlo públicamente; sólo tienen que reembolsar en privado la cantidad que ellos deben. Si odiamos a alguien sin que él lo sepa, sólo necesitamos arrepentirnos de corazón, sin ir a esa persona. Así que, por medio de no tratar con él respecto de este pecado, él no tendrá ningún conocimiento de ello y no recibirá una mala impresión de nosotros. Si tratamos con él con relación a este pecado, podemos dejar una estela de infelicidad sobre su corazón. Sin embargo, si odiamos a alguien y esto ha venido a ser evidente a él, debemos ir a él y tratar con el pecado para que el obstáculo entre él y nosotros pueda ser erradicado.

Tercero, la responsabilidad de nuestro tratar con los pecados. Cuando tratamos con los pecados, nosotros debemos tratar sólo con la parte de la cual nosotros somos responsables; nunca debemos envolver a otros. Por ejemplo, algunas personas y yo hemos cometido el mismo pecado. Para tratar con este pecado, debo usar sabiduría a fin de tratar con aquella porción de la cual yo soy responsable. No debo exponer lo que otros han hecho y causarles dificultades. De otra forma, mi trato no se ajustará al principio que hemos mencionado de beneficiar a otros.

Cuarto, el reembolsar a otros. Si el pecado que hemos cometido incluye cosas materiales o ganancias sobre otros, debemos hacer restitución. Cuando devolvemos lo que hemos tomado, debemos pagar de acuerdo al valor original y añadir un poco más para compensar la pérdida. En el Antiguo Testamento, en Levítico 5, está señalado que un quinto debe ser añadido. En el Nuevo Testamento tenemos el ejemplo de Zaqueo (Lucas 19) devolviendo cuadruplicado a aquellos a los cuales él había engañado. Estas no son leyes ni regulaciones, sino principios y ejemplos para mostrarnos que cada vez que hagamos restitución, debemos añadir algo al valor original. Con relación a la cantidad que se ha de añadir, podemos ser dirigidos por el sentir interno y por nuestra situación financiera del momento. Sin embargo, si tenemos la capacidad financiera, debemos ver que nuestro reembolso pague plenamente la pérdida de aquellos a quienes les debemos, para que también tengamos paz interior.

Algunas veces la cantidad que debemos a otros está fuera de nuestros medios para reembolsar. En ese caso debemos pedirles perdón y pedir que se nos permita pagar cuando tengamos suficientes medios, o a plazos, hasta que todo se haya pagado.

El objeto de nuestra restitución, sin duda, debe ser el dueño mismo. Si el dueño ha muerto, o si se ha ido a un lugar desconocido, o si no hay ninguna forma de comunicarse con él y parece que es imposible que podamos volverle a ver, podemos pagar la deuda a su pariente más cercano. Si no podemos localizar a su pariente más cercano, debemos darlo a Dios (Nm. 5:7-8). Todo viene de Dios y todo pertenece a Dios. Dios es el origen de todo y el fin último de todo. Por lo tanto, damos a Dios todo si el dueño está ausente.

En la práctica, cuando damos a Dios, le damos a Su representante en la tierra. El representante de Dios en la tierra hoy es, primero que todo, la iglesia. Por lo tanto, podemos poner la deuda en la caja de ofrendas de la iglesia. En segundo lugar, los representantes de Dios son los pobres. Proverbios 19:17 dice: “A Jehová presta el que da al pobre”. Todas las necesidades humanas en esta tierra son suplidas por Dios; por consiguiente, cuando damos dinero a los pobres, es lo mismo que darlo a Dios. Si no hay iglesia donde vivimos y no es conveniente enviar el dinero a otra iglesia en una localidad diferente, podemos dar lo que debemos a los pobres. En conclusión, el dueño es el primero a quien se le debe reembolsar. Si el dueño no está disponible, podemos dar la cantidad a su pariente más cercano. Si no hay tal pariente, debemos darlo a la iglesia. Si no hay iglesia, lo damos a los pobres.

Cualquier cosa que encontremos que haya estado perdida cae bajo el mismo principio. Si conocemos al dueño, debemos devolverlo a él. Si no conocemos al dueño, debemos deshacernos de aquello en una manera apropiada o darlo a los pobres.

En conclusión, el propósito de nuestro trato con los pecados es que podamos tener una conciencia limpia, libre de ofensa, y también que nuestra voluntad pueda ser sujetada. Cada vez que Dios nos ilumina, debemos estar dispuestos a tratar con nuestro pecado, cualquiera que sea, no cuidando nuestra reputación ni estimando la pérdida. Cuando hayamos alcanzado tal etapa, podemos decir que el propósito de Dios en tratar con nosotros en relación con nuestros pecados ha sido completado. Si por el momento el ambiente no lo permite, sino tenemos la capacidad financiera, o si no hay ganancia en tratar con el asunto, no necesitamos ser muy severos con nosotros ni adherirnos demasiado a la letra de la ley. No hay daño si no tratamos con eso. Sin embargo, cuando comenzamos a practicar el trato con los pecados, es mejor ser lo más completo y severo posible. Aun si vamos al extremo en alguna manera y luego recuperamos nuestro equilibrio, esto está bien. Este hecho de ir al extremo es también beneficioso en hacer nuestra conciencia limpia y sensible, y nuestra voluntad sumisa y tierna.

VI. TRATAR CON LOS PECADOS
EN RELACION CON LA VIDA

Si hemos estudiado todos los puntos con relación al trato con los pecados, sabemos que no es una ordenanza en la ley, sino una demanda natural y un impulso de la vida de Dios dentro de nosotros. Si vivimos en comunión y obedecemos el sentir de esta demanda de vida de tratar con los pecados, nuestra vida y servicio espirituales serán fuertes y liberados, recibiremos constantemente la luz para conocer las cosas espirituales, y la vida de Dios en nosotros será libre y llegará lejos en su crecimiento. Al contrario, si la condición espiritual es anormal, la luz está ausente y el sentir interior es débil, miserable y reprimido, ya sea en un santo individualmente o en una iglesia corporativamente, encontraremos que la razón principal es la falta de trato con los pecados. Esta es una medida muy exacta.

Puesto que tratar con los pecados tiene una relación tan estrecha con nuestra vida espiritual, debemos esforzarnos por experimentar esta lección continuamente. A pesar de que esta experiencia no es tan profunda, con todo, nadie puede ser tan espiritual como para decir que no tiene necesidad de tratar con los pecados. Es difícil graduarse en esta lección. Por lo tanto, no sólo debemos preguntarnos si hemos tenido antes esta experiencia, sino que también debemos preguntarnos si estamos viviendo en tal experiencia ahora. No sólo tenemos que lavarnos la cara, sino que tenemos que lavárnosla todos los días. Si nos lavamos la cara hace tres años y desde entonces no nos la hemos lavado, ¡debe ser una cara con un aspecto espantoso! De igual manera, a menos que estemos libres de cometer pecados todos los días, necesitamos tratar con los pecados diariamente.

Hubo un joven creyente que vino a preguntarle a un siervo de Dios cómo crecer en su vida espiritual. El siervo de Dios le preguntó: “¿Cuántos días han pasado en los cuales no has tratado con los pecados?” Al grado en que deseemos que nuestra vida espiritual crezca, en ese grado tenemos que tratar con los pecados. El día en que no tratamos con los pecados, nuestra vida espiritual no crece. Por medio de tratar con los pecados diariamente, nuestra vida espiritual crecerá diariamente. Este es un principio fundamental. Que Dios tenga misericordia de nosotros para que podamos seguir adelante.


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