Los de corazón puropor Witness Lee
ISBN: 978-0-7363-2060-3
Copia impresa: Living Stream Ministry disponible en línea
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Después de recibir la salvación, si queremos progresar en cuanto a la vida divina, debemos limpiarnos cuidadosamente de toda levadura. Esto implica enfrentarnos con toda situación que sea impropia ante los ojos del Señor, así como con todo aquello que el Señor condena. Sin embargo, no sólo debemos tomar medidas con respecto a todas estas cosas externas, sino que además, desde lo profundo de nuestro ser, debemos confesar delante del Señor todos nuestros pecados internos.
El hombre siempre ha tenido más problemas internos que externos. Es posible que una persona manifieste muchos problemas externos censurables, pero sus problemas internos y la maldad de su ser exceden en gran medida aquello que se manifiesta exteriormente. Sus problemas externos meramente tienen que ver con su conducta, pero sus problemas internos están relacionados con su mente, sus opiniones, y aún más, con su yo. Es posible que una persona esté llena de maldad interiormente, y sin embargo, no lo manifieste exteriormente. Con esto queremos decir que una persona puede estar llena de pecados por dentro, y sin embargo, exteriormente, no comportarse de una manera pecaminosa. En el interior del hombre hay pecado, iniquidad y tinieblas; no obstante, exteriormente, tal vez ninguna de estas cosas parece manifestarse en manera alguna. Por consiguiente, si una persona desea crecer en la vida divina después de haber recibido la salvación, debe tomar medidas con respecto a los pecados externos y a las situaciones impropias; pero, sobre todo, debe acudir continuamente al Señor para hacerle frente a su verdadera condición interna. Cuando Dios nos disciplina y nos purifica, su atención está puesta en nuestro ser interior.
Externamente, una persona puede comportarse correctamente, y al mismo tiempo, ser malvada e injusta internamente. En los evangelios el Señor reprendió a los fariseos, diciendo: “Sois semejantes a tumbas blanqueadas, que por fuera se muestran hermosas, mas por dentro están llenas de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mt. 23:27). Esto quiere decir que algunas personas son como tumbas blanqueadas: parecen hermosas por fuera, pero no quieren que los demás conozcan su verdadera condición interior ni permiten que los demás vean la suciedad que tienen por dentro. El comportamiento externo del hombre generalmente es censurable, pero es mucho más censurable su maldad interna. La necesidad interna del hombre es mucho mayor que su necesidad externa. Muchas veces, después de ser salva una persona puede parecer, externamente, muy bondadosa y casi sin defectos; no obstante, después de dos o tres años, sigue sin haber crecido mucho en la vida divina. Esto se debe a que tiene un problema que no es externo, sino interno. Su comportamiento externo es impecable, pero su ser interior es maligno. Con respecto a nuestra conducta externa nos conducimos, mayormente, delante de los hombres; pero con respecto a nuestro ser interior, estamos delante de Dios mismo. Así pues, los hombres deben confesar no solamente sus pecados externos sino, aún más, sus pecados internos. Cuando Dios resplandece sobre nosotros, El no sólo resplandece sobre nuestra conducta externa, sino también sobre nuestro ser interior.
Algunos han sido salvos por mucho tiempo; sin embargo, nunca han dedicado un tiempo específico para confesar sus pecados a Dios. Todos nosotros confesamos que el Señor Jesús es nuestro Salvador, pero es posible que hasta el día de hoy no hayamos confesado a Dios nuestros pecados internos. Quizás algunos digan que no se sienten pecaminosos. Por supuesto, lo que han dicho no es mentira; es cierto que una persona puede estar llena de pecados y, aún así, no tener la sensación de ser pecaminosa. Según los hechos, ella está llena de pecados; sin embargo, conforme a su sentir, no percibe que es pecaminosa. Ante Dios, está llena de pecados, pero según su percepción interna, no tiene sentir alguno de ser pecaminosa.
Cierto día en Shangai, entré en la oficina de la iglesia y todos se rieron de mí al verme. Les pregunté qué pasaba. Entonces un hermano me llevó a un espejo y vi que me había ensuciado sin siquiera darme cuenta de ello, pues no supe cuándo ni cómo sucedió. Es cierto que me había ensuciado, pero conforme a mi sentir, creía que estaba limpio. Muchas personas son así delante de Dios. De hecho, están llenas de impurezas, pero piensan que son buenas. Sus sensaciones o percepciones internas no tienen nada que ver con la realidad. En la Biblia hay muchos ejemplos de esto. Antes de conocer a Dios, uno piensa que es bueno, pero después de entrar en contacto con Dios, inmediatamente uno se da cuenta de que es malo. ¿Por qué sucede esto? Esto se debe a que Dios es luz, y a que Dios es como un espejo. Todo el que ve la luz se da cuenta de que es pecaminoso delante de Dios. La razón por la que una persona puede ver cualquier cosa, incluyendo su rostro, es porque hay luz. Por ejemplo, si una casa está oscura y no tiene luz, aunque esté llena de basura, nadie percibirá que está sucia. Pero tan pronto entre un rayo de luz en la casa, podremos ver con claridad. Si la luz es lo suficientemente intensa, hasta podremos ver el polvo claramente. Por medio de un microscopio, las bacterias pueden verse claramente, y nada puede pasar desapercibido. Muchos doctores dicen que bajo una luz intensa y un microscopio potente, todo lo que se ve parece sucio.
Toda persona es pecaminosa delante de Dios, pero no todos pueden percibir lo pecaminosos que son. En el Antiguo Testamento, cuando una persona se acercaba a Dios, inmediatamente percibía su propia pecaminosidad. Cuando el profeta Isaías fue iluminado, inmediatamente se dio cuenta de que era inmundo. Cuando un serafín desde el cielo dijo: “Santo, santo, santo”, Isaías dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos...” (Is. 6:3, 5). Hay por los menos cuatro áreas de nuestro ser en las que somos inmundos: nuestro labio superior, nuestro labio inferior, nuestra lengua y nuestra garganta. Tal vez algunos digan: “Eso no es cierto; mis labios, mi lengua y mi garganta están muy limpios”. No obstante, cuando llega el día en el que verdaderamente somos iluminados por Dios, vemos que no hay otra parte en nuestro cuerpo más pecaminosa que nuestros labios.
No importa quiénes seamos, tan pronto Dios se nos acerca, habremos de confesar nuestros pecados. Incluso dos horas no son suficientes como para confesar todos nuestros pecados. Aunque no sabemos cuántos pecados nuestra lengua y nuestros labios han cometido, sí sabemos que hemos dicho cosas que no debíamos haber dicho, y que aquello que dijimos frecuentemente iba mezclado con algo de maldad e iniquidad. Si los labios de una persona son limpios, entonces la persona es limpia. Incluso hoy, ¿quién no ha pecado con sus labios en el lapso transcurrido entre la mañana y este mismo momento? Muchos dirán que están bien y que no han pecado. Sin embargo, cuando alguien verdaderamente está en contacto con Dios percibirá inmediatamente que, lejos de pecar sólo en contadas ocasiones, ha estado pecando continuamente, apilando montañas de pecados. Así pues, después de haber confesado algunos de sus pecados, todavía tendrá mucho que confesar. De hecho, siempre habrán muchos más pecados que confesar.
Alguien a quien estuve predicando el evangelio, me confesó que antes de su salvación él creía ser un perfecto caballero; y tengo que admitir, que él se comportaba como tal. Pero un día se enfermó y comenzó a padecer una diversidad de dolencias: presión alta, problemas cardíacos y pulmonares, etc. A pesar de haber permanecido un tiempo considerable en el hospital, seguía sin recuperarse. Un día se sintió verdaderamente desesperado y, tendido en su lecho, empezó a preguntarse qué clase de persona era él. Cuanto más pensaba en sí mismo, más se convencía de que era un buen hombre; y cuanto más profundamente se examinaba, más consideraba de que era una buena persona. En aquel momento, sin embargo, vio una Biblia cerca de él. El aún no había creído en Jesús ni sabía lo que era la salvación; así pues, al abrir la Biblia y leerla brevemente, de improviso descubrió que efectivamente había algo malo en su ser, algo que él nunca había visto antes. Se dio cuenta de que un pensamiento suyo no era correcto, así que decidió confesar su pecado a Dios. En cuanto confesó su pecado, le sobrevino un segundo sentimiento que lo condujo a confesar otro pecado; luego surgió un tercer sentimiento y, así, confesó un tercer pecado; después, un cuarto y un quinto. Estuvo confesando sus pecados de esta manera hasta perder la cuenta. Después de haber transcurrido un tiempo confesando, vio que no debía seguir confesando sus pecados tendido en la cama, así que se levantó para arrodillarse a un costado de su cama; después de haber confesado más pecados, dejó de apoyarse en la cama y se tendió en el piso para confesar, con lágrimas, sus muchos pecados. Durante por lo menos tres horas, sentía que cuanto más pecados confesaba, más pecados tenía para confesar. En el pasado, él no tenía ningún sentimiento que le indicara que estaba mal, pero aquel día percibió algo completamente distinto. Al comienzo, sólo sintió que estaba un tanto errado. Pero una vez que hizo su primera confesión, un segundo pecado vino a su mente; y luego que hubo confesado este segundo pecado, fue hecho consciente de un tercer pecado. Continuó confesando sus pecados y llorando a causa de ellos, hasta perder la noción del tiempo. A pesar de que se trataba de una persona de carácter y que había obtenido grandes logros en su profesión, ¡esta persona fue salva! Y su experiencia de salvación no fue algo superficial, sino que fue una experiencia profunda en la que confesó todos sus pecados.
La historia de Pedro consta en el capítulo cinco del Evangelio de Lucas. Al principio Pedro no se dio cuenta de que era pecador, pero cuando el Señor lo iluminó, inmediatamente dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (v. 8). En el Antiguo Testamento, Job fue alguien que tampoco estaba consciente de sus pecados hasta que Dios lo iluminó. Sus tres amigos le dijeron que seguramente él había pecado delante de Dios, pero Job no estaba de acuerdo con ello y quiso discutir con Dios para ver cuáles fueron sus pecados (Job 5—6). Esto nos muestra que Job estaba en tinieblas; él nunca había tocado a Dios ni visto la luz. Pero, al final del libro de Job, él conoció a Dios y le dijo: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (42:5-6). ¿Por qué se arrepintió? Porque vio su propia inmundicia. En la presencia de Dios, se pone en evidencia cuán sucios e inmundos somos todos. La persona que toca a Dios descubre su propia inmundicia, y uno a quien Dios ilumina, descubre su impureza; pero el que nunca ha tocado a Dios ni ha visto la luz, aunque sea inmundo y esté lleno de impureza, no tiene ningún sentir respecto a su propia inmundicia. Cada vez que una persona toca a Dios, ve que está llena de pecados y que el pecado forma parte de su constitución.
Hace más de mil quinientos años, hubo un hombre llamado Agustín. Este hombre tuvo una juventud disoluta, pero su madre amaba al Señor con devoción y siempre intercedía por su hijo. Cierto día, repentinamente, a Agustín le sobrevino un sentimiento que le hizo preguntarse por qué vivía en libertinaje sin volverse a Dios. En ese momento, se arrepintió. Para su sorpresa, ese día descubrió que cuanto más pecados confesaba, más pecados tenía para confesar. Aparentemente, antes de comenzar a confesar sus pecados, Agustín no tenía mucho que confesar; pero, cuanto más confesaba, más graves y abundantes eran sus pecados. Posteriormente, Agustín escribió un libro al cual tituló “Confesiones”, en el cual describe sus experiencias con respecto a la confesión. Agustín llegó a confesar sus pecados al grado que pudo decir algo así como: “Dios tiene que perdonarme aun por el remordimiento que siento en mis confesiones; incluso las lágrimas que derramé con tristeza por mis pecados, tienen que ser lavadas por la sangre preciosa de Cristo”. ¿Se puede usted imaginar cuán exhaustivamente Agustín confesó sus pecados? A pesar de que ya había confesado todo, aún así, sintió que el Señor tenía que perdonarlo incluso por el remordimiento que sentía al confesar.
La persona que está en la presencia de Dios y está en contacto con El, necesariamente percibirá cuán pecaminosa es. Cuanto más confiese sus pecados, más consciente estará de su propia inmundicia; cuanto más conciencia tenga de su inmundicia, más se acercará a Dios; asimismo, cuanto más se acerque a Dios, más pecaminosa se sentirá. Todo el que es salvo, desde el momento en que Dios lo guía a tomar este camino, deberá pasar por esta experiencia. Desde el momento en que fuimos salvos hasta el día de hoy, ¿hemos realizado una confesión exhaustiva ante Dios? Esta es una cuestión muy seria. Son muchas las personas que verdaderamente experimentaron la salvación, pero hay que preguntar si alguna vez confesaron exhaustivamente sus pecados.
Después de ser salvo, la primera vez que hice una confesión exhaustiva de mis pecados no fue sólo por una hora o dos, sino por mucho tiempo. Dios me iluminó al grado que incluso el sentarme me hacía sentir culpable. Parecía que al decir sí, pecaba; y al decir no, también pecaba. Todos nacimos inmundos. Cada uno de nuestros pensamientos e intenciones es inmundo. Cuando un bebé nace y sólo balbucea, tiene una boca pura; pero en cuanto aprende a hablar, su boca deja de ser pura. Después que el niño comience a asistir a la escuela primaria, sabrá hacer gestos de desagrado cada vez que usted le pida hacer algo. Luego, cuando él le hable, usted ya sabe que lo hace con segundas intenciones. Cualquier palabra que se pronuncia con segundas intenciones, es una palabra inmunda.
Desde 1931 he estado confesando mis pecados casi todos los días. Un día, yo estaba muy molesto por cierto asunto y lo confesé a Dios. Después de que terminé de confesar, vinieron a mi mente dos frases que nunca antes había escuchado. En respuesta a ello, oré así: “Oh Dios, ante Ti, no sólo soy sucio, sino que soy un montón de inmundicia. Yo no soy una persona limpia que se ensució y se volvió inmunda, sino que, Señor, mi ser mismo está constituido de inmundicia. Oh Dios, no solamente soy falso, sino que todo mi ser está constituido de falsedad”. Dios me iluminó al grado que pude reconocer que la inmundicia y la falsedad son parte de mi constitución. Esto fue lo que me iluminó. No sólo somos pecaminosos, sino que el pecado es un elemento constitutivo de nuestro propio ser. Cuando Dios nos ilumina, inmediatamente vemos nuestra inmundicia y maldad. Si nunca le hemos permitido a Dios que nos ilumine, entonces, a los ojos de Dios, no hemos dado ni siquiera un paso ni progresado en lo más mínimo. Cada vez que Dios desea que demos un paso más, El primero ha de iluminarnos y limpiarnos. Cualquiera que no haya sido iluminado detalladamente —independientemente de cuánto tiempo haya sido salvo, de cuánto entendimiento doctrinal tenga y de cuánto conozca la Biblia—, si bien es salvo, nunca ha dado un solo paso en los caminos de Dios. Al iluminarnos, el primer paso que Dios da siempre consiste en purificarnos exhaustivamente.
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