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Ministerio de la Palabra de Dios, Elpor Watchman Nee

ISBN: 978-0-7363-0700-0
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Actualmente disponible en: Capítulo 17 de 18 Sección 6 de 8

LOS SENTIMIENTOS ARMONIZAN
CON EL MENSAJE

El ministro de la Palabra también debe hacer uso de sus sentimientos. Debemos comprender que el espíritu fluye de nosotros sólo cuando nuestros sentimientos armonizan con nuestras palabras. Si tenemos reservas en nuestros sentimientos acerca de las palabras procedentes del espíritu, ellas estorbarán el fluir del mensaje y del espíritu. Es frecuente encontrar restricciones en nuestros sentimientos. ¿Qué tipo de restricciones? Posiblemente nos sintamos avergonzados por algo, o temamos a las críticas, al desdén o a la oposición. Quizás no demos importancia a los sentimientos que debemos tener con respecto a nuestro mensaje o los reprimamos. Tal vez suprimimos algo, y no nos atrevemos a compaginar nuestros sentimientos con el mensaje. Cuando predicamos, debemos desprendernos de todo sentimiento, pues de lo contrario, tendremos restricciones; y mientras éstas existan, no importa cuánto nos esforcemos, ni el espíritu ni el mensaje podrán fluir. A veces el mensaje nos induce a llorar, pero si no lloramos, será evidente que los sentimientos y las palabras no armonizan.

La corteza del hombre es bastante dura. Mientras uno no dé salida a los sentimientos, el espíritu no podrá expresarse. Despojarnos de todo sentimiento es una clara evidencia de que el Espíritu Santo es derramado. Hay dos maneras de desprendernos de los sentimientos: una es por medio del derramamiento del Espíritu Santo, y la otra, por medio del quebrantamiento del hombre exterior. La liberación que se produce por medio del derramamiento del Espíritu Santo es una liberación externa. Necesitamos soltar todo a fin de que el espíritu pueda brotar. El quebrantamiento y la disciplina son el medio para que los sentimientos sean desatados. El creyente joven que no ha recibido una revelación profunda, necesita el derramamiento del Espíritu, el cual lo libertará. Aún así, no sólo debe experimentar el derramamiento del Espíritu, sino que también debe aceptar constantemente toda clase de disciplina, a fin de que su hombre exterior sea quebrantado. Este quebrantamiento ciertamente es valioso. Sus sentimientos deben ser quebrantados, no sólo mientras experimenta el derramamiento del Espíritu, sino aun cuando no lo experimenta. Dicho de otra manera, si la disciplina del Espíritu del Señor es lo suficientemente severa, y rompe el cascarón de los sentimientos, tendremos la clase de sentimiento que el mensaje necesita. Debemos compaginar el mensaje con los sentimientos; de lo contrario, el espíritu no fluirá. Si no lloramos ni gritamos cuando la Palabra de Dios lo requiere, eso es una indicación de que el yo ha adoptado una postura que no permite que la Palabra corra libremente. Nuestros sentimientos son menoscabados por las personas que nos rodean y, en consecuencia, discrepan con nuestras palabras.

A veces, para que el espíritu pueda fluir con poder, uno debe alzar la voz. El Señor Jesús clamó de esta manera. Leemos en Juan 7:37: “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz”. Y en el día de Pentecostés: “Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les declaró” (Hch. 2:14). Cuando la presión que el Espíritu ejerce sobre el creyente es fuerte, los sentimientos de éste son presionados, de tal manera, que tiene que alzar la voz. Sus sentimientos externos corresponden a los internos. Cuando Pedro y Juan fueron puestos en libertad, los hermanos se reunieron y “alzaron unánimes la voz a Dios” (4:23-24). Ellos estaban siendo terriblemente perseguidos, y le pidieron al Señor que los guardara y les concediera anunciar Su palabra con todo denuedo; que extendiera Su mano para hacer sanidades, señales y prodigios mediante el nombre del Señor. Pablo hizo lo mismo. Cuando vio en Listra a un hombre cojo, le dijo a gran voz: “Levántate derecho sobre tus pies” (14:10). Esto nos muestra que en la liberación del ministerio de la Palabra, la predicación debe armonizar con los sentimientos.

Si reprimimos nuestros sentimientos y no los expresamos, nuestro espíritu también será retenido y no podrá brotar. Tanto en el caso del Señor Jesús, como en el de Pedro y de Pablo, y en la oración que aquella primera iglesia hizo, vemos la liberación vigorosa de sentimientos. Todos ellos alzaron la voz. Cuando nuestro espíritu brota, debe ir acompañado de sentimientos enérgicos. Con esto no estamos instando a que prediquen gritando. Debemos seguir al espíritu; si El es intenso, debemos alzar la voz; si no lo es, debemos emplear un tono de voz normal. Si nuestra voz llena el salón de reunión, pero no expresamos ningún sentimiento, de nada servirá. Algunas personas, cuanto más alzan la voz, menos espíritu comunican. Lo mismo sucede con algunas predicaciones. La modulación de la voz no produce resultados. Lo artificial no tiene cabida en el ministerio de la Palabra. La realidad interior tiene que brotar; así que no debemos tratar de imitar al espíritu. Cuando las palabras fluyen, los sentimientos deben fluir con ellas. Por esta razón, necesitamos ser quebrantados. Cuando nuestro hombre exterior es quebrantado, espontáneamente podemos alzar la voz o regocijarnos o lamentarnos según el caso. No necesitamos pretender que sentimos de cierta manera, pues los sentimientos deben fluir desde nuestro interior.

Si el Señor no puede penetrar en nuestros sentimientos, tampoco lo podrá hacer en los de otros. Algunas personas son frías, parcas y contradictorias; así que, lo que expresamos debe penetrar sus sentimientos. Si el Señor no puede hacer que lloremos, tampoco logrará que los oyentes lloren. Si la presión que sentimos no produce llanto en nosotros, tampoco podemos esperar que lo produzca en los demás. Nosotros somos los primeros obstáculos que la Palabra del Señor tiene que vencer. Muchas veces, mientras predicamos, descubrimos que no podemos disponer de nuestros propios sentimientos. Por eso, necesitamos ser quebrantados. Este es un precio que se debe pagar en el ministerio de la Palabra. El Señor tiene que partirnos en pedazos a fin de que le seamos útiles. La Palabra de Dios debe causar una conmoción profunda en nosotros para que nuestras reacciones puedan ser las de Dios. Si los lamentos de Jeremías no lograron que los judíos se lamentaran, mucho menos lo lograría un profeta que no se lamentara. El profeta debe lamentarse primero para que el pueblo de Dios se lamente. Dios se deleita en los hermanos cuyos sentimientos acompañan su predicación. Cuando un ministro sube a la plataforma, debe aprender a reconciliar sus sentimientos con el mensaje.


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