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Levantarnos para predicar el evangeliopor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-8726-2
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Actualmente disponible en: Capítulo 15 de 7 Sección 3 de 5

HABLAR LA PALABRA DE DIOS

La palabra de Dios también es el poder del evangelio. La palabra de Dios necesita que nosotros la proclamemos. Sin embargo, si no hemos aprendido a estudiar la palabra de Dios apropiadamente, no tendremos manera de hablarla. Hace cincuenta y cinco años fui llamado por el Señor. Tenía la carga de ministrar la palabra por el bien del Señor. Sin embargo, tan pronto como abría mi boca, percibía mi carencia de palabras. No podía hablar más de dos frases. Sólo podía decir que era maravilloso creer en Jesús; no sabía qué más decir. Esto me obligó a leer toda la Biblia diligentemente. Leí más y más, y como resultado tengo un entendimiento cabal de la palabra y también tengo más que hablar.

Las publicaciones en el recobro del Señor hoy no son pobres como lo eran las publicaciones de hace sesenta años. Además, ya han sido traducidas a muchos idiomas distintos. Hay suficientes mensajes para que ustedes lean por muchos años. Por ende, usted no puede formular el pretexto de que no entiende o no sabe cómo hablar. Si usted desea entender, tiene que ir y leer. Una vez que usted lea, tiene que hablar; cuanto más usted hable, más claro ello será. Cada vez que yo he liberado un mensaje, el caso ha sido que cuanto más yo hablaba, más claro eso llegaba a ser. Lo mismo ocurre al escribir las notas al pie de página de la Versión Recobro; cuanto más escribo, más luz recibo. La palabra del Señor, como espíritu y vida, es poder. La Biblia dice que ninguna palabra de parte de Dios estará carente de poder (Lc. 1:37, lit.), y quienes escuchen la palabra del Señor vivirán (Jn. 5:25). Cuando prediquemos el evangelio, tenemos que predicar la palabra del Señor. No podemos meramente decirles a las personas que es maravilloso creer en Jesús y que nuestra iglesia es muy buena. Cuanto más digamos eso, menos estarán interesados. Tenemos que darles la palabra del Señor a fin de convencerlos. Por ende, es imprescindible aprender a hablar la palabra del Señor.

El Señor verdaderamente nos ha concedido una gran misericordia al revelar Su palabra por completo a nosotros y permitirnos publicar lo que hemos visto de modo que podamos estudiarlo. Por ende, el Espíritu está aquí hoy y la palabra también está aquí. Necesitamos orar con el Espíritu y también necesitamos predicar la palabra. Si seguimos orando con el Espíritu y predicando la palabra, nos volveremos “locos”. Leer libros de filosofía nunca puede hacer que nos volvamos locos; pero tan pronto como leamos la palabra de Dios, nos volveremos locos desde nuestro interior. He leído los escritos de Confucio y no me volví loco. Sin embargo, mientras leo la palabra del Señor muchas veces he llegado a estar abundantemente entusiasmado con un gozo indescriptible. Esto se debe a que en los libros de Confucio no hay espíritu, pero hay espíritu en la palabra del Señor. El Señor dijo que las palabras que Él nos ha hablado son espíritu y son vida (Jn. 6:63). Si no leemos la palabra del Señor, Su palabra será estática, no se “moverá” ni “saltará”. Sin embargo, tan pronto como leamos la palabra del Señor, ella comenzará a moverse en nuestro interior, lo que hará que nosotros también comencemos a movernos.

Había un colaborador entre nosotros llamado Luan Hong-bin, quien era de Manchuria. Anteriormente, él estaba involucrado en la política y, por ende, despreciaba y se oponía enormemente al cristianismo. Pensaba que sólo aquellos chinos que no podían sostenerse a sí mismos se volverían a una religión occidental en busca de ayuda, y que cualquier chino con integridad no lo creería. Un día, mientras él estaba en una colina, entró a un templo y vio una Biblia abierta sobre la mesa de sacrificio. Aunque no le agradaba el cristianismo, de todos modos estaba curioso por descubrir lo que la Biblia decía. Él miró y estaba abierta en el salmo 1: “Bienaventurado el varón / que no anda / en el consejo de los malvados, / ni permanece en el camino de los pecadores, / ni se sienta en la silla de los que se burlan” (v. 1). Él pensó que esto era interesante, así que siguió leyendo. A la postre, él fue capturado por la palabra del Señor. Él rodó por el piso, lloró en confesión, se arrepintió y fue salvo. Más adelante, él llegó a ser un buen colaborador y cambió su nombre a Philip Luan. En cierta ocasión, cuando estuve en el entrenamiento del hermano Nee en Shanghái, me hospedé en la misma habitación que él, y él me narró esta historia en persona.

Hay otra historia que nunca puedo olvidar. Había una vez un estadounidense que fue a África en un viaje de negocios. Él vio a un africano local que leía la Biblia sentado bajo un árbol. Este hombre estadounidense se consideraba a sí mismo como alguien moderno y que entendía la ciencia, así que menospreciaba la religión y la consideraba como una superstición. Él le dijo al hombre con un tono de desprecio: “¿Todavía leen ustedes la Biblia?”. El hombre respondió, diciendo: “Señor, si yo no hubiese estado leyendo la Biblia y si las palabras de la Biblia no hubiesen entrado en mí, yo lo habría comido a usted, y ahora mismo usted estaría en mi estómago”. Esto ilustra el poder de la Biblia.

Estudié el asunto de hablar en lenguas hace cincuenta años, y también me uní a esa clase de actividad por más de un año. Luego, no hablé ya más en lenguas, y les sugerí a otros que no practicaran esto. Después de unos años, cuando estaba en mi ciudad natal de Chifú, había una iglesia pentecostal cerca del salón de reunión. El hermano responsable allí tenía una buena relación conmigo. Un día ese hermano vino a visitarme. Él quería que yo hablara en lenguas nuevamente para que estuviese en el mismo fluir que él. Le pedí que se sentara, y con un tono muy serio le dije: “Hermano, ahora yo no hablo en lenguas, y no elegiré tomar ese camino. Hoy hablaré con usted abiertamente. ¿Es más poderosa su predicación o la mía? Hemos estado obrando aquí por muchos años ¿Quién está haciendo la mayor ganancia? ¿Usted o yo? Cuanto más usted predica, menos personas se hallan allí. Cuanto más yo predico, más personas tenemos aquí. ¿Dónde está su poder?”. Él dijo: “Hermano Lee, si usted lo pone en esos términos, no tengo nada que decir. Reconozco que no he sido tan exitoso como usted. Sin embargo, tengo que hablar en lenguas porque si yo no hablo en lenguas, no tengo poder”. Luego dije: “Si éste es el caso, entonces vaya y hable en lenguas. Cuanto más usted hable, menos poderoso será. Sin embargo, yo no hablaré en lenguas, y cuanto más yo no hable en lenguas, más poderoso llegaré a ser”.

Hablé tales palabras no sólo a esta persona, sino también a otros. Más adelante también hablé las mismas palabras en Taiwán y en los Estados Unidos. A veces yo decía: “Ustedes hablan en lenguas, pero ¿dónde está el fruto de su labor? ¿Dónde está la eficacia de su obra? No me atrevo a decir que tengo mucho fruto en mi obra, pero mi fruto al menos es más que el de ustedes. Por ende, hablar en lenguas no funciona. No hablo ni una sola frase en lenguas, pero he ganado una gran cantidad de personas”. Al final, muchos de los que hablaban en lenguas tuvieron que reconocer la derrota. El secreto de mi obra no consiste en hablar en lenguas, sino en orar con el Espíritu y predicar la palabra.


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