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Experiencia que tienen los creyentes de la transformación, Lapor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-7157-5
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CAPÍTULO DOS

LA TRANSFORMACIÓN
Y LAS TRES PARTES DEL HOMBRE

Lectura bíblica: Jn. 3:6; 4:24; 6:63; Ro. 8:16; 1 Co. 6:17; 2 Co. 3:17-18; 1 Ts. 5:23; He. 4:12

En el capítulo anterior vimos el cuadro que Dios nos ha presentado a través de las Escrituras. Después de crear los cielos y la tierra, Dios hizo un hombre del polvo de la tierra: un hombre de barro (Gn. 2:7). La intención de Dios al hacer este hombre de barro era transformarlo en algo muy precioso, como está implícito en las figuras del oro, el bedelio (perlas) y las piedras preciosas (2 Co. 3:17-18; Gn. 2:11-12). Conforme al cuadro que presentan las Escrituras, Dios está buscando un grupo de hombres de barro para ser transformados a Su misma imagen, esto es, ser transformados en algo precioso para Él, y para que sean juntamente edificados como un organismo viviente, el cual es el Cuerpo de Cristo (1 Co. 3:9, 12; 1 P. 2:5; Ef. 4:16).

Ahora bien, hablando en sentido figurado, debemos ver cómo este hombre de barro puede ser transformado en oro, perlas y piedras preciosas. En 2 Corintios 3:18 dice: “Mas, nosotros todos, a cara descubierta mirando y reflejando como un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Señor Espíritu”. Los que saben algo de química saben cómo ocurre la transformación. Digamos, por ejemplo, que tenemos una taza que contiene una sustancia química. Si queremos que dicha sustancia sea transformada en algo diferente, tenemos que añadirle otro elemento. Sólo cuando se añada otro elemento a esa taza, la sustancia química que inicialmente contenía comenzará a ser transformada. Nosotros, por ser hombres de barro, todos llevamos por nombre Adán. Y ya que todos somos Adán, hombres de barro, nosotros, al igual que la sustancia química del ejemplo anterior, necesitamos ser transformados.

Nosotros los que hemos sido salvos por el Señor no podemos negar que ya hemos sido transformados al menos en cierto grado. Esto significa que nuestro nombre ya no es Adán, sino Cristo. Quizás usted vacile antes de decir esto. Así que, veamos otro ejemplo, una taza de té. Si bien al té le llamamos simplemente “té”, lo que llamamos té es de hecho té puesto en el agua, mezclado y compenetrado con el agua. De manera que no dudamos en llamar a eso té, nosotros también, los que tenemos a Cristo mezclado con nosotros en nuestro ser, no debemos titubear al decir que somos Cristo (cfr. Fil. 1:21; 1 Co. 12:12). Tal vez aún duda en llamarse Cristo debido a que, como recién convertido, todavía no hay mucho de Cristo constituido en usted. Según el ejemplo del té, aunque sea fuerte o poco cargado, se le sigue llamando té. Aun cuando es té-agua, lo seguimos llamando té. Somos hombres hechos de barro. Sin embargo, en el momento en que creímos en el Señor Jesús y le recibimos como nuestro Salvador, el Señor Jesús entró en nuestro ser como el Espíritu. Hoy Cristo está en nosotros (Col. 1:27; Gá. 2:20), y nosotros somos Cristo. Por esta razón, hasta cierto grado, los hombres de barro somos ahora trozos de piedra transformada. Aunque éramos solamente hombres de barro, Cristo fue puesto en nosotros y se mezcló y se compenetró con nosotros. Así como el té ya no es solamente agua, sino té-agua, así nosotros los que hemos recibido a Cristo en nuestro ser, ya no somos simplemente hombres, sino Cristo-hombres.

Dado que Cristo ha sido añadido a nuestro ser, una reacción espiritual ha tomado lugar en nuestro ser, de la misma manera que ocurre con una reacción química. Algo divino, celestial y espiritual fue añadido a nuestro ser. Al ser mezclados y compenetrados con Cristo en la regeneración, fuimos transformados de hombres de barro a hombres de oro, perla y piedras preciosas. Éste es un hecho maravilloso, divino y glorioso.

ESPÍRITU, ALMA Y CUERPO

Cuando fuimos salvos, Cristo fue añadido a nuestro ser. No obstante, debemos ver a qué parte de nuestro ser fue añadido. Como seres humanos tenemos tres partes: un espíritu, un alma y un cuerpo (1 Ts. 5:23). Nuestro cuerpo es nuestro órgano físico y es la parte más externa de nuestro ser. Nuestra alma es interior, y se compone de la mente, la parte emotiva y la voluntad (cfr. Sal. 139:14; Pr. 2:10; Job 7:15; 1 S. 18:1; Cnt. 1:7). Nuestra mente sirve para pensar, nuestra parte emotiva es para sentir y nuestra voluntad es para elegir y tomar decisiones. La parte más profunda de nuestro ser es nuestro espíritu.

Hebreos 4:12 dice: “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. Según este versículo, el alma y el espíritu son dos partes distintas en nuestro ser, ya que pueden ser divididas. Un ejemplo puede ayudarnos a conocer cómo podemos realmente discernir cuál es la diferencia entre el espíritu y el alma. En una ocasión, un hermano que yo conocía perdió a su hijo. El día que su hijo murió, fue un día sumamente triste para él. Puesto que yo quería consolarlo y ayudarlo, fui a su casa. Al llegar, aun antes de que yo dijese algo, el hermano me dijo: “Hermano Lee, ¡alabado sea el Señor! Por un lado, estoy profundamente triste; por otro, en lo más recóndito de mi ser, estoy contento”. En su alma este hermano se sentía triste. Al mismo tiempo, estaba contento en su espíritu. Dado que tenía esta relación tan cercana e íntima con su hijo, sus emociones, una parte de su alma, le embargaban en gran medida. Así que, al morir su hijo, en su parte emotiva, se sintió muy triste. Pero este hermano también tenía otra parte, la parte más profunda de su ser: su espíritu. En esta parte de su ser, él estaba contento. La señorita M. E. Barber escribió un himno en el cual ella expresa un pensamiento similar: “Que el espíritu te alabe, / Aunque el corazón rasgado esté” (Hymns, #377). El corazón se compone de todas las partes del alma (mente, parte emotiva y voluntad) más la conciencia (Mt. 9:4; He. 4:12; Hch. 11:23; Jn. 16:22; He. 10:22; 1 Jn. 3:20). Puesto que el espíritu y el alma son distintos, aunque nuestra alma se halle en cierta condición, nuestro espíritu puede hallarse en una condición muy distinta. Esto muestra que el espíritu es diferente del alma.

Con las tres partes de nuestro ser: el cuerpo, el alma y el espíritu, tenemos contacto con tres mundos. Con nuestro cuerpo contactamos el mundo físico. Con nuestra alma contactamos el mundo sicológico, en el cual apreciamos cosas como la música y el arte, y sentimos emociones como el dolor o la felicidad. Con nuestro espíritu contactamos el mundo espiritual, donde está Dios, quien es Espíritu (Jn. 4:24). Si queremos tener contacto con el mundo físico, debemos usar nuestro cuerpo. Si queremos tener contacto con el mundo sicológico, debemos usar nuestra alma. Si queremos tener contacto con Dios, quien es Espíritu, debemos usar nuestro espíritu. Aquí vemos un principio. Para tener contacto con algo que esté en cualquiera de estos tres mundos, tenemos que usar la parte, u órgano, correspondiente de nuestro ser. Solamente el órgano correspondiente es el órgano apropiado para tocar esas cosas. Si cerramos nuestros ojos y tratamos de apreciar los colores con nuestros oídos, parecerá que los colores desaparecen. Pese a que los colores siguen existiendo no podemos darles sustantividad, porque no estamos usando el órgano adecuado. De igual manera, si no usamos nuestros oídos, no podemos dar sustantividad a la música. Por otra parte, la función de nuestra nariz es percibir olores. Pero cuando tenemos un resfrío, la nariz pierde su función, y no podemos oler nada, aunque los aromas estén presentes. Por consiguiente, para dar sustantividad a cualquier sustancia en particular, debemos ejercitar el órgano apropiado.

Existe un Dios y este Dios es Espíritu, pero dado que los seres humanos en general no saben cómo ejercitar su espíritu, ellos se preguntan: “¿Quién es Dios? y “¿Dónde está Dios?”. Estas preguntas son tan necias como las que se hace un hombre que, teniendo los ojos cerrados, cuestiona la existencia de los colores. No importa cuánto insista el hombre en creer y sentir que los colores no existen, los colores siguen existiendo. Dios está presente, pero no podemos usar nuestros ojos para verle, ni nuestros oídos para oírle, ni nuestra nariz para olerle, porque éstos son los órganos equivocados. El único órgano con el cual podemos dar sustantividad a Dios es nuestro espíritu. Juan 4:24 dice: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y con veracidad es necesario que adoren”. Dado que Dios es Espíritu, si queremos adorarle, tenemos que adorarle con nuestro espíritu.

Un día cuando una de mis hijas era muy pequeña, le di a ella una bebida dulce para que la bebiera. Pero, mientras se la bebía, algo del líquido entró en su nariz. Por consiguiente, en lugar de disfrutar la bebida, ella sufría. La razón de su padecimiento no fue la bebida misma; sino fue porque ella usó el órgano equivocado cuando trataba de beberla. De la misma manera, no podemos sentir a Dios directamente con nuestra alma, en especial con nuestra mente. Pese a este hecho, mucha gente usa únicamente su alma para considerar a Dios. Algunos que estudian ciencia dicen que ellos no pueden hallar ni contactar a Dios. Finalmente, quizás hasta digan que Dios no existe. Esto se debe a que usan el órgano equivocado —su alma—, y por eso no pueden hallar a Dios. Ya que Él no está en la esfera sicológica, no lo van a encontrar allí. Si estos mismos científicos se valieran de su espíritu para contactar a Dios, quien es Espíritu, ellos le podrían sentir. A fin de sentir la presencia de Dios, tenemos que usar el órgano apropiado; tenemos que usar nuestro espíritu.


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