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Ejercicio de nuestro espíritu, Elpor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-4880-5
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EL MISTERIO DE LA PIEDAD
ES LA ECONOMÍA DE DIOS, CON MIRAS
A QUE ÉL MISMO SEA EDIFICADO EN NOSOTROS

En 1 Timoteo 1:4 se nos dice: “Ni presten atención a mitos y genealogías interminables, que acarrean disputas más bien que la economía de Dios que se funda en la fe”. La economía de Dios es la economía en la que Él edifica, la economía cuya finalidad es Su edificación. Hoy en día Dios se edifica a Sí mismo en nuestro ser. Según lo revela la Biblia entera, la intención de Dios es forjarse en el hombre. Según la tipología, las cuarenta y ocho tablas del tabernáculo eran edificadas en el oro que las recubría (Éx. 26:15-23, 29). Era en virtud del oro que las recubría que las tablas llegaban a formar parte del edificio de Dios. Las tablas eran edificadas conjuntamente con el oro, y el oro estaba conjuntamente edificado con las tablas. El oro representa la naturaleza divina de Dios. Hoy en día nosotros somos conjuntamente edificados como una sola entidad en virtud de ser partícipes de la naturaleza divina de Dios (2 P. 1:4). Asimismo, las piedras preciosas en las hombreras y en el pectoral del sumo sacerdote se hallaban montadas en engastes de oro (Éx. 28:9-12, 15-20). Las piedras eran edificadas en el oro, y el oro estaba conjuntamente edificado con estas piedras; las piedras y el oro se hallaban conjuntamente edificados formando una sola entidad. Es de este modo que el edificio de Dios es constituido.

La obra de edificación de Dios consiste en edificarse en nuestro ser, edificándose conjuntamente con nosotros, de tal modo que nosotros seamos conjuntamente edificados como una sola entidad en Él. En esto consiste la economía edificadora de Dios. La palabra economía en griego es la misma que se traduce “dispensación” u “ordenamiento gubernamental”. Esta dispensación u ordenamiento tiene como propósito la edificación que Dios realiza. Dios se imparte a Sí mismo en Sus muchos hijos a fin de edificarse a Sí mismo en nosotros y con nosotros en Él para que Él y nosotros lleguemos a ser uno. Esta economía en la que se realiza esta edificación es el misterio de la piedad. En el universo entero, esta economía es un misterio, no solamente para los incrédulos, sino también para muchos cristianos (Ef. 3:9). Muchos cristianos afirman que Dios nos salvó simplemente porque nos amaba y quería librarnos del infierno y llevarnos al cielo. No son muchos los que entienden claramente el misterio de la piedad; es decir, que la intención de Dios es impartirse a Sí mismo en nosotros y edificarse con nosotros hasta que formemos una sola entidad. Éste es un verdadero misterio, un misterio no solamente para los ángeles, sino también para el hombre. Sin embargo, mediante la revelación contenida en la Palabra de Dios, este misterio nos ha sido dado a conocer (vs. 4-5). Ha dejado de ser meramente un misterio; es una realidad.

EJERCITARNOS PARA LA PIEDAD CONSISTE
EN EJERCITAR NUESTRO ESPÍRITU HUMANO

Basándonos en lo dicho anteriormente, podemos entender claramente que la piedad es Dios manifestado en la carne y que, por tanto, ejercitarnos para la piedad es ejercitarnos de tal modo que Dios pueda ser manifestado en nosotros. El ejercicio físico no propicia la manifestación de Dios en nosotros. Asimismo, el ejercicio intelectual por sí solo tampoco contribuye a que Dios sea expresado en nuestro ser. Por tanto, el ejercicio mencionado en 1 Timoteo 4:7 tiene que ser el ejercicio de nuestro espíritu humano. Es por medio del ejercicio de nuestro espíritu que Dios es manifestado en nosotros.

En 2 Timoteo 4:22 se nos dice: “El Señor esté con tu espíritu. La gracia sea con vosotros”. Este versículo es la conclusión de las dos epístolas dirigidas a Timoteo. Puesto que en la conclusión de un escrito su autor recalca el tema principal de dicho escrito, el tema central abordado por Pablo en estas epístolas debe guardar estrecha relación con nuestro espíritu. Este versículo nos dice que hoy en día Dios está en nuestro espíritu. Más aún, da a entender que Aquel que está en nosotros no solamente es Dios mismo, sino también Cristo, el Señor. Que el Señor sea mencionado tiene grandes implicaciones. Dios no entró directamente en el hombre. Primero, Él se encarnó para ser el hombre Jesús (Jn. 1:14). Este hombre fue a la cruz y fue crucificado a fin de lograr nuestra redención, y después fue sepultado. Después de esto Él resucitó y, en resurrección, fue glorificado (Lc. 24:26, 46). En la encarnación, Dios se hizo Jesús, y mediante la muerte y resurrección y ascensión Él, como Jesús, fue hecho Cristo, el Señor (Hch. 2:36). Más aún, este Cristo fue hecho Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Este Espíritu, el cual es el propio Cristo, es quien entró en nuestro espíritu humano. Ahora, Cristo está en nuestro espíritu, tal como 2 Timoteo 4:22 dice: “El Señor esté con tu espíritu”.

Dios no entró en nuestro ser directamente, sin la encarnación, la redención, la resurrección o la ascensión. Más bien, Dios entró en nosotros como Cristo, quien es Dios más hombre, poseedor de la vida y naturaleza humanas, de la crucifixión para efectuar la redención, de la resurrección y de la ascensión. Ahora, Él es el Espíritu vivificante y, como tal, Él viene a nosotros, es decir, entra en nuestro espíritu. Por tanto, a fin de ejercitarnos para la piedad y llegar a ser la manifestación de Dios en la carne, tenemos que ejercitar nuestro espíritu.


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