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Vida que vence, Lapor Watchman Nee

ISBN: 978-1-57593-909-4
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Actualmente disponible en: Capítulo 3 de 11 Sección 4 de 4

LO QUE DEBEMOS CONSAGRAR

Personas

Lo primero que debemos consagrar son las personas que amamos. Si un hombre no ama al Señor más que a sus padres, esposa, hijos y amigos, no es digno de ser discípulo del Señor. Si usted se ha consagrado al Señor, no debe existir nadie en el mundo que pueda ocupar ni cautivar su corazón. Dios lo salva a fin de ganarlo por completo. Derramar muchas lágrimas lo detiene a uno. Muchos sentimientos humanos lo llaman a volverse a ellos. Muchas desilusiones lo persuaden a regresar. Usted debe decir: “Señor, todas mis relaciones con los hombres están sobre el altar. Mi relación con todo el mundo ha terminado”.

Cuando la esposa de un hermano estuvo enferma, y otros le pidieron a él que orara por ella, él respondió: “¡Dios aún no me ha dicho que ore por ella!”. Cuando otro le preguntó si él se lamentaría si su esposa llegase a morir, él dijo: “Ella ya murió para mí”. Otro hermano tenía un buen amigo, y Dios quería que dejara esta amistad. Así que no pudo hacer otra cosa que obedecer. El le dijo al Señor: “Si Tú lo deseas, estoy dispuesto a dejar esta amistad”.

Dios nos dio a Cristo como nuestra vida vencedora no sólo para que conozcamos Su voluntad, sino también para que la obedezcamos. Nunca debemos pensar que la vida vencedora sólo nos libra del pecado. La verdadera vida que vence nos capacita para que tengamos comunión con Dios y obedezcamos Su voluntad. Dios nos da Su vida vencedora para que nosotros cumplamos Su meta, no para que El cumpla la nuestra. Ningún cristiano puede aferrarse a una persona. Si no consagramos hoy mismo las personas que amamos, no podremos satisfacer a Dios. Las personas que ocupan nuestro corazón deben salir de ahí. Debemos decir: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25). Debemos decir: “Serviré al Señor mi Dios con todo mi corazón, con toda mi mente y con toda mi alma”.

Yo amaba a la señorita M. E. Barber porque ella era una persona que verdaderamente amaba al Señor con todo su corazón, con toda su mente y con toda su alma. Después de que murió, encontré una nota en su Biblia junto al versículo “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt. 22:37) que decía: “Señor, te agradezco porque existe este mandamiento”. Con frecuencia pensamos que es gravoso que Dios tenga tantos mandamientos. Más bien debemos decir: “Señor, te doy gracias porque existe este mandamiento”.

Aun si el Señor le ha dado a alguien, El no permitirá que usted se apegue a esa persona. El no permitirá que se apegue a su esposa ni a sus hijos ni a sus amigos. Hasta el Isaac que Dios había prometido tenía que ser puesto sobre el altar. Muchos cristianos han fracasado porque la gente captura sus corazones.

Asuntos

No sólo tenemos que consagrar personas, sino también asuntos. Con frecuencia, decidimos muchas cosas y estamos determinados a lograrlas, pero no consultamos cuál es la voluntad de Dios en estos asuntos. Un hermano estaba decidido a alcanzar la nota más alta en su examen de graduación y a ocupar el primer lugar de su clase en la universidad. Todo su tiempo y su energía los invertía en sus estudios. Después de entrar en la experiencia de la victoria, le entregó esto a Dios. Desde ese momento en adelante, él estaba dispuesto a seguir a Dios, aún si esto significaba quedar en el último lugar.

Hermanos y hermanas, quizás usted sienta que se justifica invertir todo su tiempo en su carrera, pero si usted no tiene una comunión íntima con el Señor, su carrera no será provechosa. Usted abriga alguna esperanza en su carrera y no está dispuesto a soltarla. Tiene alguna expectativa con respecto a su trabajo y está resuelto a lograrla a toda costa. Si actúa de esta forma, entonces necesita consagrarse. Usted no debe permitir que nada lo enrede. Para muchos hermanos y hermanas el afán por completar los estudios llega a ser su esperanza; tienen esperanzas de sobrepasar a los demás. Esta es una esperanza mezclada con orgullo. No digo que usted debe dejar sus estudios; me refiero a que usted debe dejarlo todo si el Señor lo llama.

Había un hermano huérfano que había crecido en una familia pobre. Tenía una caligrafía hermosa y también era muy buen músico. En el orfanato, mientras otros aprendían a hacer artesanías de madera y se les enseñaba albañilería, él pudo entrar en la escuela secundaria. Al finalizar cada período recibía menciones honoríficas. Después de estudiar dos años en la universidad, los administradores de este plantel educativo decidieron enviarlo a la universidad de San Juan en Shanghai por dos años y luego a Estados Unidos, con la condición de que regresara después de terminar sus estudios para trabajar en su universidad. Su madre y su tío le enviaron cartas para felicitarlo. Dos meses antes de que le dieran la fecha para salir, fue salvo, y muchas de las esperanzas que antes tenía se derrumbaron. Además se consagró al Señor. Yo le pregunté qué deseaba hacer. Me dijo que ya lo tenía decidido, que se iría y que estaba listo para firmar el contrato. Me dijo: “Has sido mi compañero de clase por ocho años. ¿No te has dado cuenta en todo este tiempo cuáles han sido mis aspiraciones?”. Cuando estábamos a punto separarnos, le dije: “Hoy, todavía somos hermanos. Pero me temo que cuando regreses de los Estados Unidos, ya no serás mi hermano”. Cuando él oyó esto, acudió al Señor y oró: “Dios, Tú sabes cuáles son mis aspiraciones. Sé que Tú me has llamado, pero no puedo renunciar a mis aspiraciones. Pero si tal es Tu deseo, estoy dispuesto a ir a los pueblos a predicar el evangelio”. Después de esta oración, fue y habló con el rector de la universidad, y le dijo que había decidido no ir, y que por lo tanto no firmaría el contrato. El rector, confundido, le preguntó si estaba enfermo, y él le respondió: “El Señor me ha llamado a predicar el evangelio”. Cuatro días después vinieron su tío, sus primos y su madre. Su madre le dijo con lágrimas: “Desde que tu padre murió, había estado luchando todos estos años con la esperanza de que algún día progresaras para que me pudieras sostener. Hoy tienes la oportunidad y la estás desperdiciando”. Mientras su madre lloraba, su tío añadió: “Antes de que entraras al orfanato, fui yo quien te crió. También cuidé de tu madre. Ahora tú estás en deuda con ambos. Tus primos ni siquiera disponen del dinero para ir a un colegio, y aún así, tú decides desaprovechar esta oportunidad tan grande”. También vinieron a verme a mí y me dijeron: “Señor Nee, usted quizás no necesite sostener a sus padres, pero él sí tendrá que sostenernos”. Este hermano se sentía presionado por ambos lados. Así que le preguntó al Señor qué debía hacer. Entonces pudo ver que la deuda que tenía con el Señor era mucho más grande que la tenía con los hombres. Prometió sostener a su madre y a su tío, pero también les dijo que no podría satisfacer las aspiraciones que ellos tenían y que primero tenía que obedecer al Señor.

Todos debemos consagrar nuestros asuntos al Señor. No quiero decir con esto que todos nosotros debemos consagrarnos para ser predicadores. Quiero decir que todos nosotros tenemos que consagrarlo todo al Señor. ¿Qué es la consagración? ¿Qué significa darnos a El como ofrenda? Es declarar: “Señor, haré Tu voluntad”. Muchos piensan que la consagración consiste en dedicarse a ser predicadores. No, nos consagramos para hacer la voluntad de Dios. Muchos llegan a comprender por medio de una consagración genuina que deben seguir siendo fieles en sus negocios y suplir la necesidad que hay en la obra de Dios. Como resultado, renuncian a su labor de predicar. Muchos otros son motivados por las necesidades presentes y la necesidades de otros lugares y se entregan a la predicación. Durante los últimos años, hemos estado escasos de colaboradores. Si Dios va a obrar entre nosotros, muchos hermanos y hermanas se entregarán para servir al Señor a tiempo completo en un futuro cercano. Ellos se darán cuenta de que deben consagrar todos sus asuntos al Señor.


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