Llevar fruto que permanece, tomo 1por Witness Lee
ISBN: 978-0-7363-6314-3
Copia impresa: Living Stream Ministry disponible en línea
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En Hechos 1, los discípulos que personalmente observaron la muerte y la resurrección del Señor de inmediato llegaron a ser testigos del Señor. El versículo 8 dice: “Seréis Mis testigos [...] hasta lo último de la tierra”. Por medio de esto vemos que el Señor Jesús quería que los discípulos salieran, pero no con el fin de realizar cierta obra, sino de ser cierta clase de personas. ¿Qué clase de personas debían ser ellos? Debían ser testigos de Cristo. Ser un testigo no significa ir a los tribunales para testificar de las cosas que uno ha visto y escuchado, ni dar los detalles de una historia particular; más bien, significa que la persona por quien usted testifica ha llegado a ser usted mismo, y que usted ha llegado a ser Él. Cuando usted va, Él es quien va; y cuando usted está en cierto lugar, es Él quien está ahí. Usted está allí para ser un testigo de Él.
No es fácil para los cristianos entender la Biblia, y es más difícil aún comprender las cosas espirituales. Con respecto al asunto de ser testigos del Señor, a menudo nos gusta decir: “Debemos dar testimonio del Señor”. Decir esto no es acertado. Como testigos del Señor, muchas veces pensamos que debemos dar un buen testimonio acerca de Él, es decir, testificar a las personas de cuán amable, real, confiable y poderoso es nuestro Salvador. Sin embargo, este entendimiento no es apropiado. Hoy en día nosotros somos los testigos del Señor y, como tales, testificamos únicamente de la muerte y resurrección del Señor.
De hecho, un testigo del Señor es alguien que ha muerto y resucitado. Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, cada día Él llevaba una vida de muerte y resurrección. Él dijo: “Las palabras que Yo os hablo, no las hablo por Mi propia cuenta, sino que el Padre que permanece en Mí, Él hace Sus obras” (Jn. 14:10b). En otras palabras, el Señor no hablaba por Sí mismo; más bien, Sus palabras provenían del Padre. Esto significa que el Padre hablaba Sus palabras por medio del Señor. Éste es el significado de la muerte y la resurrección. Experimentar la verdadera muerte y resurrección significa que una persona no vive por sí misma, sino al rechazarse a sí misma. En otras palabras, se entrega a muerte. A medida que el Señor se entregaba a muerte, Aquel que estaba en Él se expresaba en Su vivir. Sucede lo mismo con respecto a nosotros. Es únicamente cuando nos entregamos a muerte que el Señor Jesús puede expresarse en nuestro vivir.
Los dos —el Señor y el Padre— son uno. El Señor dijo que Él estaba en el Padre y que el Padre estaba en Él (v. 10a). Sus palabras eran la obra que el Padre realizaba en Él. Sus palabras no eran Suyas, sino que Él hablaba todo lo que el Padre hablaba. Cuando Él hablaba, era el Padre quien hablaba en Él. Por lo tanto, Él y el Padre no sólo tenían un solo vivir, sino que además vivían en virtud de una misma vida; los dos eran uno. Esto es muy difícil de explicar, pero hoy nos sucede lo mismo. El Señor y nosotros, nosotros y Él, tenemos un solo vivir y vivimos en virtud de una misma vida. Por esta razón, podemos decir: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gá. 2:20). Éste es el significado de la muerte y la resurrección. Ya no vivimos nosotros. Nuestro viejo hombre ha muerto, y ahora es Cristo quien vive en nosotros. Él y nosotros, los dos, simplemente somos uno.
El Señor Jesús nunca actuó por Su propia cuenta en los Evangelios. Él dijo que el Padre nunca lo había dejado solo, sino que siempre estaba con Él (Jn. 8:29). Él nunca habló por Sí mismo, laboró por Sí mismo ni actuó por Sí mismo. En todo cuanto Él hacía era uno con el Padre. Su mover era el mover del Padre, y Su hablar era el hablar del Padre. Todo cuanto Él hizo era la expresión del Padre, de modo que los dos eran uno. El Señor se mantuvo en todo momento en la muerte, y mientras estaba en la muerte, el Padre podía expresarse a través de Él.
Cuando el Señor Jesús empezó Su ministerio, lo primero que hizo fue ser bautizado. El bautismo denota muerte y resurrección. Por medio del bautismo, el Señor Jesús proclamó al hombre que necesitaba morir y ser sepultado. Él salió a laborar no por Su propia cuenta, sino dependiendo del Padre. Por lo tanto, necesitaba morir y ser sepultado, y permitir que el Padre viviera en Él. Desde ese día en adelante, los dos—el Padre y el Hijo— fueron una sola vida y tuvieron un solo vivir. El hombre Jesucristo llevó una vida en la que continuamente moría, y Dios el Padre se expresaba en Su vivir. Ésta fue la vida que llevó el Señor, una vida de continua muerte y resurrección. Él no esperó hasta el momento de Su crucifixión para pasar por la experiencia de la muerte y de la resurrección. De hecho, Él murió y resucitó diariamente mientras vivió en la tierra por treinta y tres años y medio. En principio, Él siempre decía: “Padre Mío [...] no sea como Yo quiero, sino como Tú” (Mt. 26:39). No sea como Yo quiero implica que el Señor estaba muriendo, mientras que la frase sino como Tú denota que el Padre vivía y era expresado. Éste es el significado de la muerte y la resurrección.
Nosotros, quienes servimos al Señor hoy, ya sea saliendo a tocar a las puertas o a perfeccionar las reuniones de hogar, debemos ver la verdad expresada en estas palabras: “Yo he muerto, y es Cristo quien vive en mí”. Pablo dijo que nosotros los que servimos al Señor morimos diariamente para que ya no vivamos más para nosotros mismos, sino para Aquel que murió por nosotros y resucitó (2 Co. 5:15). Esto significa que nosotros morimos, y que Él vive. Esto es muerte y resurrección. No se trata de un intercambio de dos personas, o sea, de un intercambio de vidas; más bien, se trata de la unión de dos vidas, como ocurre en un injerto. Injertar una rama en un árbol es unir dos vidas. Una es eliminada, y la otra se manifiesta. Como resultado, las dos vidas se unen y llegan a ser una sola vida.
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