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Dos grandes misterios en la economía de Dios, Lospor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-2905-7
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DIOS EN LA DISPENSACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO

Su encarnación

En el Nuevo Testamento, en el Evangelio de Juan, dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (1:1). Este Verbo que era Dios, se hizo carne (1:14). Algunas versiones de la Biblia traducen “fue hecho carne”, pero de acuerdo con el griego del texto original, Él “se hizo carne”. Por Su propia iniciativa, Él se hizo carne. Él era el Verbo, y se hizo carne por iniciativa propia. En otras palabras, el propio Dios, quien era el Verbo, se hizo carne. Él se hizo hombre a fin de ser el Cordero de Dios. ¡Qué maravilloso que el propio Dios, quien era el Verbo, tomara la iniciativa de hacerse hombre, a fin de ser el Cordero que quita nuestros pecados! Esto no se realizó únicamente para lograr nuestra redención. ¡Alabado sea el Señor que esto también hizo posible que Él se impartiera en el hombre mediante tal redención divina!

Debido a que todos nosotros somos pecadores, no estamos en condiciones de recibir a Dios. Así pues, Dios, a fin de poder venir a nuestro ser, tuvo que hacerse un Cordero redentor. Es imprescindible que nos demos cuenta de que quitar los pecados de los hombres es apenas un paso que Dios da para poder impartirse en el hombre. Dios, a fin de impartirse en los pecadores, tuvo que hacerse hombre para llegar a ser el Cordero redentor que quita nuestros pecados. Sólo entonces, este Dios podría impartirse en Sus redimidos.

Su resurrección

Después de efectuar la redención, el postrer Adán, quien se había hecho carne, es decir, un hombre de carne y hueso, ¡llegó a ser el Espíritu vivificante! (1 Co. 15:45). Este maravilloso Dios, a fin de llevar a cabo Su impartición divina, tuvo que dar dos pasos. Primero, mediante la encarnación, Él se hizo un hombre, el postrer Adán, con la finalidad de ser el Cordero redentor. Posteriormente, Él dio otro paso, la resurrección. En Su resurrección, ¡Él se hizo el Espíritu vivificante! Al final del Evangelio de Juan, Él volvió en resurrección a Sus discípulos, pero esta vez no vino como el Cordero. Al comienzo del Evangelio de Juan, se nos relata que Juan el Bautista presentó a Jesús ante las personas como el Cordero de Dios (1:29). Pero al final del mismo Evangelio, Jesús, después de Su resurrección, retornó a Sus discípulos de una manera misteriosa; a pesar de que el cuarto donde estaban reunidos los discípulos estaba cerrado, Él se apareció en medio de ellos de improviso. Aun cuando aquel cuarto estaba completamente cerrado, Él se presentó en medio de Sus discípulos con un cuerpo físico que podía ser tocado. Finalmente, sopló en ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (20:22). Es imposible para nosotros recibir en nuestro ser al Cordero, pero sí podemos recibir al Espíritu, el pneuma. En el griego se usa el término pneuma para referirse al aliento, al Espíritu. Después de Su resurrección Él se apareció a Sus discípulos, no como el Cordero, sino concretamente como el aliento, es decir, como el Espíritu. Por consiguiente, ahora, siempre que invocamos Su nombre, Él entra en nosotros como el pneuma celestial, como el aliento divino. Esto no es otra cosa que la impartición de Dios mismo, en Su Divina Trinidad —el Padre, el Hijo, y el Espíritu—, a nuestro ser. El Padre está en la eternidad; después de la encarnación y antes de la resurrección, el Hijo estuvo delante del hombre, mas aún no podía entrar en éste. Él tuvo que dar otro paso para llegar a ser el Espíritu vivificante, y como tal, ser como el aliento que podemos inhalar.

Si leemos el Nuevo Testamento cuidadosamente, veremos que cuando recibimos al Hijo, obtenemos al Padre, y que cuando invocamos el nombre del Señor, obtenemos al Espíritu vivificante. Al recibir al Hijo, tenemos al Padre. Al invocar el nombre del Señor, tenemos al Espíritu. Nadie ha visto al Padre jamás, pero el Hijo nos ha dado a conocer al Padre (Jn. 1:18). El Padre permanece oculto, pero el Hijo es dado a nosotros para que le recibamos. El Hijo fue crucificado, sepultado y resucitado, ¡y ahora Él es el Espíritu vivificante! Por consiguiente, todo aquel que invoque el nombre del Hijo, recibe al Espíritu. Tenemos que ver que Dios no es solamente el Padre, el cual se halla oculto en la eternidad, ni es solamente el Hijo, quien vino a los seres humanos, sino también es el Espíritu, el cual ha entrado en nuestro ser. Ésta es la razón por la que el Señor Jesús, quien vivió sobre la tierra, un día fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó, a fin de llegar a ser el Espíritu vivificante.


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