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Mensajes para creyentes nuevos: Amor a los hermanos, El #22por Watchman Nee

ISBN: 978-0-7363-0063-6
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EL AMOR A LOS HERMANOS

Lectura bíblica: Jn. 5:24; 1 Jn. 3:14

El Evangelio de Juan fue el último que se escribió, y sus Epístolas fueron las últimas que se redactaron en el Nuevo Testamento. Mateo, Marcos y Lucas, libros que hablan de los hechos y las enseñanzas del Señor Jesús, fueron escritos antes del Evangelio de Juan, el cual nos presenta los aspectos más elevados y espirituales con relación a la venida del Hijo de Dios a la tierra y claramente nos muestra qué clase de personas pueden recibir vida eterna. Nos dice repetidas veces que los que creen tienen vida eterna. El Evangelio de Juan está lleno del tema de la fe. Cuando una persona cree, recibe vida eterna. Este es el tema y el énfasis del Evangelio de Juan, el cual recalca aspectos que los otros evangelios no mencionan. Leemos en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no está sujeto a juicio, mas ha pasado de muerte a vida”. En otras palabras, aquellos que oyen y creen, pasan de muerte a vida. La puerta que el evangelio presenta aquí es muy amplia.

Cuando llegamos a las epístolas de Pablo, de Pedro y de los demás apóstoles, vemos que ellas explican lo que es la fe; nos muestran que todo creyente pude recibir gracia; prestan atención a la fe del hombre en Dios; dicen que los que creen son justificados, perdonados y limpiados. Mientras que en las epístolas escritas por Juan, vemos que el énfasis es otro, pues hacen hincapié en la conducta del hombre ante Dios; hablan del amor, afirmando que éste debe ser la evidencia de la fe de una persona.

Si le preguntamos a alguien: “¿Cómo sabe usted que tiene vida eterna?” Su respuesta puede ser: “La Palabra de Dios así lo dice”. Sin embargo, eso no es suficiente, ya que tal afirmación podría hacerla uno basándose en el conocimiento intelectual, sin que necesariamente haya creído en la Palabra de Dios. Por esta razón, Juan nos muestra en sus epístolas que si un hombre tiene vida eterna, debe demostrarlo. Si uno afirma ser de Dios, los demás deben ser testigos de alguna manifestación o algún testimonio.

Una persona podría basarse en su conocimiento para decir: “Yo creí; así que, tengo vida eterna”. Esto haría del proceso de creer y tener vida eterna, una simple receta: primero, se oye el evangelio; segundo, se entiende; tercero, se cree; y cuarto, se sabe que se tiene vida eterna. Pero no podemos confiar en esta fórmula general de “salvación”. La Biblia nos dice que en los días de Pablo había falsos hermanos (2 Co. 11:26; Gá. 2:4), es decir, aquellos que se llaman hermanos, y no lo son. Algunos afirman que son de Dios, pero en realidad carecen de vida; entran a la iglesia por el entendimiento que tienen de ciertas doctrinas, por su conocimiento y por observar ciertos preceptos. ¿Cómo podemos saber si la fe de una persona es genuina o no? ¿Cómo sabemos si ante Dios la fe de una persona es viva o no es más que una fórmula? ¿Cómo podemos probar quién es de Dios y quién no lo es? Las epístolas de Juan resuelven este problema. Juan nos muestra la manera de diferenciar entre los verdaderos hermanos y los falsos, entre los que nacieron de Dios y los que no. Veamos cómo discierne Juan esto.

I. UNA VIDA DE AMOR

Hay dos pasajes en la Biblia que contienen la frase de muerte a vida. Uno está en Juan 5:24, y el otro en 1 Juan 3:14. Comparemos estos dos pasajes.

En Juan 5:24 dice: “De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no está sujeto a juicio, mas ha pasado de muerte a vida”. Aquí vemos que uno pasa de muerte a vida cuando cree.

En 1 Juan 3:14 dice: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos”. Este versículo presenta la evidencia de uno que ha pasado de muerte a vida. La prueba es el amor por los hermanos.

Supongamos que usted tiene muchos amigos y los quiere mucho, o admira a muchas personas y las respeta bastante. Con todo, aún hay una diferencia, aunque no la pueda explicar, entre sus sentimientos hacia ellos y sus sentimientos hacia sus hermanos y hermanas. Si sus padres engendran otro hijo, espontáneamente surge en usted un sentimiento especial e inexplicable hacia él. Es un sentimiento de amor instintivo, el cual demuestra que usted pertenece a la misma familia.

Lo mismo sucede con nuestra familia espiritual. Supongamos que nos encontramos con alguien cuya apariencia, historial familiar, educación, personalidad e intereses son totalmente diferentes a los nuestros; sin embargo, puesto que dicha persona creyó en el Señor Jesús, espontáneamente sentimos un afecto inexplicable hacia ella; sentimos que es nuestro hermano, y lo apreciamos más que a nuestra familia carnal. Este sentimiento comprueba que nosotros hemos pasado de muerte a vida.

Leemos en 1 Juan 5:1: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por El”. Estas palabras son muy importantes. Si amamos a Dios, quien nos engendró, es normal que amemos a los demás que El engendra. No podemos decir que amamos a Dios sin tener un sentimiento de amor hacia los hermanos.

Este amor prueba que la fe que hemos adquirido es genuina. Este inexplicable amor sólo puede ser el resultado de una fe genuina y es un amor muy especial. Amamos a cierta persona por el simple hecho de que es nuestro hermano, no porque haya un vínculo común ni porque tengamos los mismos intereses. Dos personas de diferente nivel educativo, con diferentes opiniones y puntos de vista, pueden amarse la una a la otra simplemente porque ambas son creyentes; por ser hermanos espontáneamente tienen comunión. Entre ellos hay un sentimiento y una afinidad inexplicables. Este afecto mutuo es la evidencia de que pasaron de muerte a vida. Sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos a los hermanos.

Es cierto que la fe nos conduce a Dios. Por medio de la fe pasamos de muerte a vida, llegamos a ser miembros de la familia de Dios y somos regenerados. Pero la fe no sólo nos conduce al Padre, sino también a los hermanos. Una vez que recibimos esta vida, brota en nosotros un amor fraternal por muchas personas, esparcidas por todo el mundo, que tienen esta misma vida. Espontáneamente, esta vida nos conducirá hacia aquellos que tienen la misma vida. Esta vida se complace con la presencia de ellos y se deleita en comunicarse con ellos, pues les tiene un amor espontáneo.

El Evangelio de Juan y sus epístolas nos muestran el orden que Dios dispuso. Primero, por la fe pasamos de muerte a vida, y luego quienes han pasado de muerte a vida tienen este amor. Sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. Esta es una manera muy confiable de determinar la cantidad de hijos de Dios que hay sobre la tierra. Solamente aquellos que se aman unos a otros son hermanos.

¡Hermanos y hermanas! Debemos darnos cuenta de que a los ojos de Dios, nuestro amor por los hermanos demuestra lo genuino de nuestra fe. Es el mejor método para determinar si la fe de una persona es verdadera o falsa. Si carecemos de este discernimiento, cuanto más detalladamente prediquemos el evangelio, mayor será el peligro de que surjan imitaciones. Cuanto más es presentado el evangelio con lujo de detalles, con más facilidad se infiltran falsos hermanos. Cuando se predica el evangelio con mucha condescendencia, hay mayor posibilidad de que se introduzcan personas despreocupadas. Tiene que haber alguna forma de discernir y reconocer la fe genuina. Las Epístolas de Juan nos muestran claramente que la manera de diferenciar la fe verdadera de la falsa no es la misma fe, sino el amor. No necesitamos preguntar cuán grande es la fe de una persona, sino cuán grande es su amor. Donde hay una fe genuina, allí hay amor. La ausencia de amor demuestra la carencia de fe. La presencia de amor comprueba que hay fe. Cuando observamos la fe desde la perspectiva del amor, podemos comprender claramente.

La autenticidad del cristiano depende de su afecto e inclinación especial para con los demás hijos de Dios. La vida que Dios nos ha dado no es una vida independiente, pues espontáneamente nos lleva a aquellos que tienen la misma vida. Es una vida que ama y desea una estrecha relación con sus semejantes. Los que tienen tal vida han pasado de muerte a vida.


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