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Autoridad y la sumisión, Lapor Watchman Nee

ISBN: 978-0-7363-3690-1
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Actualmente disponible en: Capítulo 7 de 20 Sección 3 de 3

DEBEMOS TENER CONFIANZA
AL SOMETERNOS A LA AUTORIDAD DELEGADA

¡Cuán grande es el riesgo que Dios corre cuando establece autoridades que lo representen! ¡Cuánto sufre El cuando sus autoridades delegadas lo representan de una manera equivocada! Sin embargo, Dios confía en la autoridad que El estableció. Por eso, es más fácil para nosotros tener confianza en dichas autoridades que para Dios. Debido a que El delega Su autoridad confiadamente en el hombre, ¿no deberíamos someternos a ellas con la misma confianza? Debemos someternos a la autoridad con la misma confianza con que Dios la establece. Si hay algún error, no será nuestro, sino de la autoridad. El Señor nos dice que toda persona debe someterse a las autoridades superiores (Ro. 13:1). Si Dios confía en el hombre, nosotros también debemos hacerlo. Esto es más difícil para Dios que para nosotros. Si El ha confiado Su autoridad, cuánto más nosotros debemos someternos confiadamente.

Lucas 9:48 dice: “Cualquiera que reciba este niño a causa de Mi nombre, a Mí me recibe; y cualquiera que me recibe a Mí, recibe al que me envió”. El Señor no tiene ningún problema en representar al Padre, porque el Padre se lo confió todo a El. Cuando nosotros creemos en el Señor, creemos en el Padre. Más aún, hasta un niño puede representar al Señor. En Lucas 10:16 el Señor envió a Sus discípulos a propagar Su ministerio y les dijo: “El que a vosotros oye, a Mí me oye; y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha”. Todas las palabras, decisiones y opiniones de los discípulos representaban al Señor. El confiaba plenamente en los discípulos cuando delegó toda autoridad. Todo lo que ellos dijeran en Su nombre, El lo respaldaría. Por eso, rechazar a los discípulos era rechazar al Señor. El Señor pudo confiarles Su autoridad con mucha paz. El no les recomendó que tuvieran mucho cuidado con lo que dijeran ni que no fueran a cometer ningún error cuando hablaran. El Señor no estaba preocupado por lo que pudiera pasar si ellos se equivocaban; pues el Señor tenía la fe y el valor de entregar confiadamente Su autoridad a los discípulos.

Pero los judíos no tenían la misma actitud, pues dudaban y decían: “¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo podemos saber que lo que dices es cierto? Necesitamos analizarlo más”. Ellos no se atrevieron a creer, pues tenían mucho temor. Supongamos que un ejecutivo de una empresa envía a un empleado a hacer una diligencia y le dice: “Haga lo mejor que pueda; y en todo lo que haga, yo lo respaldaré. Cuando lo escuchen a usted, me estarán escuchando a mí”. Si yo fuera el empresario, tal vez requeriría que se me enviara un informe diario de actividades por temor de encontrar algún error. Pero Dios puede confiar en nosotros como representantes Suyos. ¡Cuán grande es esta confianza! Si el Señor confía tanto en la autoridad que delega, cuánto más debemos hacerlo nosotros.

Algunos podrían decir: “¿Qué sucederá si la autoridad se equivoca?” Si Dios se atreve a confiar en aquellos que estableció como autoridades, también nosotros debemos atrevernos a someternos a ellos. Si las autoridades cometen errores o no, eso no es de nuestra incumbencia. En otras palabras, si la autoridad delegada está correcta o equivocada, ése será un problema que la autoridad deberá resolver directamente delante del Señor. Quienes se someten a la autoridad, deben hacerlo de una manera incondicional. Aun si cometen un error en honor a la obediencia, el Señor no les contará eso como pecado, sino que la autoridad delegada será responsable por ello. Por consiguiente, desobedecer es rebelarnos; y el que se somete debe ser responsable delante de Dios. La cuestión no es someternos al hombre; pues si nos sometemos a una persona solamente, perdemos el significado de la autoridad. Más aún, debido a que Dios ya estableció Sus autoridades delegadas, El debe mantenerlas. Si ellas están en lo correcto o no, es problema de ellas, y si yo estoy en lo correcto o no es problema mío. Cada uno es responsable de sus propios actos delante del Señor.

RECHAZAR A LA AUTORIDAD DELEGADA
ES RECHAZAR A DIOS

La parábola narrada en Lucas 20:9-16 trata de la autoridad delegada. Dios rentó una viña a unos trabajadores, pero El no vino personalmente a cobrar el beneficio. La primera, la segunda y la tercera vez mandó a Sus siervos; la cuarta vez envió a Su propio Hijo. Todos ellos eran Sus representantes. A los ojos de Dios, aquellos que rechazaron a Sus siervos lo estaban rechazando a El. Ellos no escucharon la palabra de Dios; rechazaron las palabras de Su autoridad delegada. Debemos someternos a la autoridad de Dios y también a Sus embajadores. En Hechos 9:4-15 vemos la autoridad directa de Dios y Su autoridad delegada, lo cual también podemos ver tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. Una persona puede pensar que si Dios delega Su autoridad a un hombre, ella debe someterse a ese hombre. Pero si uno se ha encontrado con la autoridad, sabrá que debe someterse a la autoridad delegada. Uno no necesita humildad para someterse a la autoridad directa de Dios, pero sí necesitará humildad y quebrantamiento para someterse a la autoridad delegada. Solamente al dejar a un lado la carne por completo, puede uno reconocer la autoridad delegada y obedecerle. Debemos ver claramente que cuando Dios viene en persona, no viene a reclamar el fruto de Su viña, sino a juzgar.

El Señor le mostró a Pablo que cuando él resistía al Señor, en realidad estaba dando coces contra el aguijón (Hch. 26:14). Cuando Pablo vio la luz, también vio la autoridad, y por eso dijo: “¿Qué haré, Señor?” (22:10). Pablo se puso directamente bajo la autoridad de Dios, pero Dios le mandó a que se sometiera a Su autoridad delegada. Le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (9:6). De ahí en adelante, Pablo conoció la autoridad. No dijo: “Es muy especial que yo me encuentre con el Señor mismo, así que le voy a pedir a El que me diga lo que debo hacer”. En ese momento Dios puso a Pablo bajo una autoridad delegada. El Señor no estaba satisfecho con hablarle directamente a Pablo. Desde el momento en que creímos en el Señor, hasta ahora, ¿a cuántas autoridades delegadas nos hemos sometido? ¿cuántas veces nos hemos sometido a ellas? Antes de hacer esto no teníamos la luz, pero ahora debemos examinar seriamente lo que es la autoridad delegada por Dios. Hemos estado hablando de la sumisión por cinco o diez años, pero ¿cuánto nos hemos sometido a las autoridades delegadas? Lo que a Dios le interesa no es Su autoridad directa, sino las autoridades indirectas que El estableció. Quienes no se someten a las autoridades indirectas de Dios tampoco se pueden someter a Su autoridad directa.

Para entender este asunto claramente, hemos diferenciado la autoridad directa de la indirecta. Pero en realidad, a los ojos de Dios existe una sola autoridad. No podemos menospreciar la autoridad ni en la familia ni en la iglesia. No podemos menospreciar ninguna autoridad delegada. Aunque Pablo estaba ciego, era como si estuviera esperando a Ananías con los ojos abiertos. Cuando escuchó a Ananías, fue como si estuviera escuchando al Señor. Y cuando lo vio, fue como si viera al Señor. La autoridad delegada tiene implicaciones serias; si la ofendemos, estaremos en problemas con Dios. Es imposible rechazar la luz que proviene de una autoridad delegada y, al mismo tiempo, esperar recibir la luz que proviene del Señor; porque rechazar la autoridad delegada es rechazar a Dios mismo. Sólo los necios querrán que la autoridad delegada se equivoque. Aquellos que desaprueban las autoridades delegadas también desaprueban a Dios. A la naturaleza rebelde del hombre le gusta someterse a la autoridad directa de Dios, pero rechaza la autoridad que El delega.

DIOS HONRA LA AUTORIDAD QUE DELEGA

En Números 30 se habla del voto de una mujer. Cuando una mujer joven que moraba en la casa de su padre hacía un voto, el padre debía aprobarlo para que éste tuviera validez. Si el padre no lo aprobaba, el voto no sería válido. Cuando se trataba de una mujer casada, si el esposo no objetaba, el voto valía, pero si no lo aprobaba, el voto era anulado (vs. 3-8). Cuando la autoridad delegada aprueba algo, la autoridad directa lo cumple, pero si la autoridad delegada lo desaprueba, la autoridad directa también lo desaprobará. Dios se complace en tener autoridades delegadas y honra dichas autoridades. Cuando la mujer está bajo la autoridad del esposo, Dios no aprobará su voto si el esposo lo desaprueba. Dios sólo desea que ella se someta a la autoridad. Pero si la autoridad delegada está equivocada, Dios disciplinará a la persona que tiene dicha autoridad y esa persona llevará sobre sí la iniquidad de su esposa, y la esposa sumisa será inocente (v. 15). Dicho capítulo nos dice que el hombre no puede pasar por alto la autoridad delegada para someterse a la autoridad directa. Debido a que Dios delegó Su autoridad, ni siquiera El mismo la pasará por alto, aunque se vea limitado por ella. Dios aprueba lo que la autoridad delegada aprueba, y anula lo que la autoridad delegada anula. El desea apoyar la autoridad que delegó. Por lo tanto, tenemos una sola alternativa con respecto a la autoridad delegada: la sumisión.

A lo largo del Nuevo Testamento se respalda la autoridad delegada. Solamente en Hechos 5:29, cuando el sanedrín se opuso a Pedro y le prohibió predicar en el nombre del Señor, Pedro respondió: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. Solamente cuando la autoridad delegada se opone a los mandamientos de Dios y ofende la persona misma del Señor, podemos rechazarla. Por consiguiente, este pasaje sólo puede usarse en tal caso. Debemos someternos a la autoridad delegada en todas las demás circunstancias. No podemos descuidar este asunto, pues sabemos que jamás podremos someternos siendo rebeldes.


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