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Testimonio de Jesús, Elpor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-8269-4
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LA NECESIDAD DE TENER LA UNIDAD
DE LOS CREYENTES CON MIRAS
A LA GLORIFICACIÓN DEL HIJO EN LA IGLESIA

A fin de que el Hijo sea glorificado en la vida de iglesia se necesita la unidad genuina de todos los creyentes del Hijo. Es por eso que el Señor Jesús al llegar a cierto punto tornó Su oración a la unidad (Jn. 17:6-24). Si no hay unidad entre los creyentes no hay vida de iglesia, y si no hay vida de iglesia, el Hijo tampoco puede ser glorificado de manera práctica. La clave práctica para que el Hijo sea glorificado es la unidad de todos los creyentes. Comprender esto nos permite entrar en las profundidades de la oración que el Señor hizo en Juan 17. De forma práctica, esta oración es por la iglesia, y la iglesia depende de la unidad. La unidad es el elemento crucial y básico que se necesita para practicar la vida de iglesia. El Señor Jesús anticipó esta necesidad, y por tanto, oró al respecto. Por un lado, la oración que el Señor hizo por las iglesias se cumplió en el día de Pentecostés, pero, por otro, a partir de ese entonces hasta la generación de nuestros días, la división ha sido un problema para la iglesia. El enemigo sutil, Satanás, sabe que siempre que la unidad es dañada, la vida de iglesia apropiada no podrá realizarse y el Hijo no podrá ser glorificado en la iglesia. Es imprescindible que nos demos cuenta de que si hemos de recobrar la vida de iglesia apropiada, lo primero que necesitamos recobrar es la unidad entre los creyentes.

A fines del siglo XIX el abuelo materno de mi madre era un creyente de la Iglesia Bautista del Sur, y mi madre también fue bautizada bautista, pese a que no era salva. Más tarde, nací yo como la cuarta generación de la misma denominación. Sin embargo, cuando crecí, me propuse dejar la tradición bautista de mi familia y elegí ser presbiteriano chino. No obstante, yo aún no había sido salvo. Un día, cuando tenía diecinueve años, anunciaron la llegada de un evangelista, una mujer de veinticinco años, que predicaría el evangelio en nuestra ciudad. Según las noticias, vendrían mil personas a escuchar a esta joven evangelista. Esto me entusiasmó, y me dio deseos de ver a esta predicadora. Doy gracias a Dios por Su soberanía que una tarde fui a escucharla. En su mensaje ella abordó cómo Satanás robaba y usurpaba al pueblo de Dios tal como lo hizo el Faraón. Su predicación fue poderosa, y en poco tiempo me cautivó por completo. Yo era un joven lleno de ambiciones que procuraba terminar mis estudios académicos; pero esa misma tarde fui hecho un cautivo. Le dije a Dios: “Aunque Tú me dieras el mundo entero y me hicieras rey, yo te contestaría: ‘No gracias, no los quiero’. Ya no quiero que Satanás me usurpe más. Quiero seguirte a Ti, Jesús”.

Después de esto, me di cuenta de que la iglesia presbiteriana china no tenía nada para mí. Sentía hambre y deseo por alimento espiritual. Yo amaba mucho la Biblia, pues me era muy dulce, como la miel de un panal. Sin embargo, no había nadie que pudiera presentarme la Biblia de una manera apropiada. Ellos no la entendían conforme al camino de la vida. Conocían la Biblia únicamente conforme a las historias que se narraban en ella, pero mi madre ya me las había enseñado desde mi infancia. Por ejemplo, lloré cuando mi madre me dijo que vendieron a José al Faraón; pero ahora, yo había recibido una nueva vida después de haber sido salvo, y esta nueva vida requería un nuevo alimento. Fue a raíz de esta búsqueda que yo entré en contacto con la Asamblea de los Hermanos. Ellos eran notables por su conocimiento de la Biblia, y ese conocimiento me cautivó. Por tanto, abandoné la iglesia presbiteriana china para unirme a los Hermanos británicos. Durante un tiempo, me sentí completamente satisfecho ahí. Con ellos tomaba notas sobre tipologías, dispensaciones y profecías, tales como los diez cuernos, los diez dedos de los pies, las cuatro bestias y las setenta semanas (Ap. 13:1; Dn. 2:41-42; 7:3; 9:24). Escuché más de cien mensajes sobre las setenta semanas en Daniel 9, y estaba sumamente contento porque entendía la Biblia según sus profecías, tipos, figuras y todos los demás puntos cruciales del libro de Daniel, Apocalipsis y Mateo. Continué de esta manera por siete años.

Sin embargo, un día en agosto de 1931, mientras yo caminaba por la calle, el Espíritu interior me examinó y me dijo: “Tú tienes tanto conocimiento de la Biblia, pero mira qué muerto estás”. Esto me alarmó en gran manera. Me detuve, y levantando la vista al cielo, dije: “Sí, ¡estoy muy muerto!”. Quería gritar, pero temía ofender a la gente que iba por la calle. En aquel entonces, aún no sabía cómo invocar el nombre del Señor; así que, esperé hasta la mañana siguiente para subir a un monte que no estaba muy lejos de mi casa. Cuando llegué a la cima, estallé en gritos invocando: “¡Oh Señor!”, y lloré y oré. Ese mismo día me volví de la Asamblea de los Hermanos a la vida. Durante un largo lapso oré día tras día al Señor. Al año siguiente, en 1932, el Señor mandó a mi ciudad natal al hermano Watchman Nee, quien había sido invitado por la iglesia presbiteriana china a través de mí. Ése fue nuestro primer encuentro. Cuando llegó, el hermano Nee se hospedó en mi casa y tuvimos comunión. Ésa fue la primera vez que entré en contacto con una persona que tenía la presencia de Jesús y el sabor de la vida de iglesia.

El mismo día en que se marchó el hermano Nee, un hermano me visitó por la noche para tener comunión, y comenzamos a poner en práctica la vida de iglesia en mi ciudad natal. Yo no tenía ningún conocimiento sobre la vida de iglesia apropiada. No había participado en ninguna reunión de la iglesia, y además, ni siquiera teníamos un himnario. Habíamos comenzado a reunirnos solamente nosotros dos, este hermano y yo, un martes para poner en práctica la vida de iglesia; no obstante, a partir del segundo día del Señor, ya teníamos once hermanos jóvenes para participar de la mesa del Señor. Ciertas hermanas también insistieron en venir, pero no había espacio para ellas, porque dónde habíamos comenzado a celebrar la mesa del Señor era en la sala de la casa de mi madre. Después de haberme reunido con los Bautistas del Sur, americanos tradicionales, con los presbiterianos chinos llenos de formalismo y con la Asamblea de los Hermanos británicos, fui llevado a la vida, y fue en la vida que el Señor me llevó a la iglesia. A partir de ese día en julio de 1932 hasta el presente, que son cuarenta y tres años, jamás me he arrepentido de ello ni tampoco he pensado en tener otro giro. Ya no hay otro lugar al cual acudir. El mover siguiente que demos no será un giro; simplemente será un paso para entrar a la Nueva Jerusalén.

Desde ese día comenzamos a darnos cuenta de que la vida de iglesia genuina dependía de tener internamente un corazón honesto y puro junto con un espíritu que buscase más del Señor y externamente dependía de la unidad. Los once de nosotros que comenzamos a tener la vida de iglesia habíamos salido de ocho diferentes denominaciones. Ahora nos hallábamos en los cielos, orando, alabando al Señor y dando testimonio principalmente de nuestra unidad. En aquellos tiempos, los bautistas estaban a favor del bautismo por inmersión, y los presbiterianos por aspersión, y se peleaban entre ellos. Sin embargo, en torno a la mesa del Señor, nosotros alabábamos al Señor por nuestra unidad. Nos regocijábamos acerca de Juan 17 y decíamos: “Señor Jesús, estamos aquí como cumplimiento de Tu oración”. Con todo y eso, sólo contábamos con once de nosotros. Los líderes de las denominaciones dijeron: “Olvídense de estos jóvenes. No son más que niños jugando”. Sin embargo, a partir de ese día la vida de iglesia comenzó a prevalecer y agitó toda la situación. Esto muestra que a fin de tener una vida de iglesia apropiada, el primer requisito necesario es la unidad.


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