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Tener comunión con el Señor para la mezcla de Dios con el hombrepor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-6534-5
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CAPÍTULO SEIS

MUERTE Y RESURRECCIÓN
Y LA SALVACIÓN DEL ALMA

En este capítulo consideraremos el alma y el espíritu desde la perspectiva de la encarnación y desde la perspectiva de la muerte y la resurrección. Juan 1:1 dice: “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”, y el versículo 14 dice: “La Palabra se hizo carne”. Esto significa que el Señor Jesús es Dios que vino para ser hombre. El Señor Jesús es Dios que entra en el hombre; por consiguiente, Él es la mezcla de la divinidad con la humanidad. Cuando vivió en la tierra, Él expresó a Dios en el hombre. En la encarnación del Señor la divinidad entró en la humanidad; y en Su muerte y resurrección la humanidad entró en la divinidad. Por medio de Su encarnación Dios pudo vivir en el hombre; y por medio de Su muerte y Su resurrección el hombre pudo vivir en Dios. Por medio de la encarnación hubo un hombre sobre la tierra en el cual vivía Dios; y por medio de la muerte y la resurrección hay un hombre en el cielo que ha entrado en Dios. La encarnación es la mezcla de Dios con el hombre, mientras que la muerte y la resurrección son la mezcla del hombre con Dios.

LA ENCARNACIÓN ES EL PRINCIPIO
POR EL CUAL SOMOS SALVOS
Y LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN
ES EL PRINCIPIO POR EL CUAL VENCEMOS

La encarnación es el principio de la salvación. Por lo tanto, la salvación es Dios que entra en el hombre, Dios que se une al hombre y la divinidad que se mezcla con la humanidad. El vivir de un creyente después de su salvación es un vivir victorioso que se lleva a cabo en el principio de la muerte y la resurrección. Por lo tanto, el significado de vencer es que el hombre entra en Dios, que se une a Dios y que la humanidad se mezcla con la divinidad. La encarnación implica que Dios viene a la tierra; mientras que la muerte y la resurrección implican que el hombre entra en el cielo. De la misma manera, nuestra salvación significa que Dios viene a la tierra y nuestro vivir victorioso significa que nosotros entramos al cielo. Por consiguiente, el principio por el cual somos salvos es la encarnación, y el principio por el cual vencemos es la muerte y la resurrección.

LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN
NO ANULA EL ALMA

Si deseamos llevar una vida victoriosa, debemos vivir conforme al principio de la muerte y la resurrección; es decir, debemos vivir en la mezcla de la humanidad con la divinidad. Este vivir de ningún modo anula nuestra humanidad; al contrario, en este vivir nuestra humanidad es fortalecida con la divinidad. Gálatas 2:20 dice: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a Sí mismo por mí”. En la primera parte de este versículo Pablo declara: “Con Cristo estoy juntamente crucificado”; por lo tanto, “ya no vivo yo”. Sin embargo, en la segunda parte de este versículo dice: “La vida que ahora vivo”, lo cual muestra que una persona todavía vive. Esto indica que al llevar una vida victoriosa nuestra humanidad no es anulada; antes bien, nuestra humanidad se mezcla con la divinidad.

En el huerto del Edén, Adán vivía por la vida del alma. Su alma era su persona, y su espíritu era un órgano, un vaso. Sin embargo, el alma de un creyente ya no es su persona porque la vida de su alma ha sido crucificada. Por lo tanto, un creyente debe vivir por la vida divina en su espíritu. Puesto que la vida del alma ha sido crucificada, nuestro elemento humano aparentemente ha sido anulado. Sin embargo, puesto que el vivir victorioso de un creyente implica la mezcla de la divinidad con la humanidad, nuestro elemento humano no ha sido anulado. ¿Cómo podemos explicar esto?

En la encarnación Dios llegó a ser el hombre Jesús nazareno. Como hombre, Él poseía un alma, sin la cual no habría podido ser un hombre. Cuando fue crucificado, Su vida y naturaleza humana fueron llevadas a la muerte, mas no Su vida y naturaleza divinas. Jesús nazareno poseía la vida humana, y también la vida divina de Dios. Adán en cambio sólo poseía la vida humana; por esta razón, una vez que su vida humana murió, llegó a su fin. Sin embargo, después que el Señor murió, resucitó. Él resucitó de los muertos porque la vida de Dios estaba en Él. Esta vida es el poder de Dios. Además, en Su resurrección, la humanidad del Señor fue resucitada por Su divinidad. Cuando nosotros fuimos regenerados, fuimos vivificados por la vida de Dios, y nuestra humanidad fue avivada por la divinidad. Ahora, en nuestro vivir cristiano, nuestra vida humana está siendo introducida en la vida de Dios, y nuestra humanidad está siendo introducida en la divinidad.

Por un lado, la vida de nuestra alma fue llevada a la muerte en la cruz; pero, por otro lado, las funciones de nuestra alma, que corresponden a nuestra humanidad, fueron resucitadas con el Señor Jesús. Por lo tanto, nuestro elemento humano está siendo introducido en la vida de Dios y, por ende, vive como nuestra persona resucitada. Esto es lo que nos dice la segunda parte de Gálatas 2:20: “La vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios”. La persona mencionada aquí ha pasado por la muerte y la resurrección y ahora vive en la fe del Hijo de Dios. Esta nueva persona, este nuevo “yo”, es el “yo” que ha sido resucitado, que ha sido introducido en Dios por medio de la resurrección de Cristo y se ha unido a Cristo. Por consiguiente, este “yo” puede unirse a la fe de Cristo y vivir en la fe de Cristo.

En la salvación de Dios no sólo hay muerte sino también resurrección. Después de toda experiencia en la cual somos muertos, viene la resurrección. Cuando Dios hace morir nuestra alma, Él no tiene la intención de anular las funciones de nuestra alma, sino que más bien permite que pasen por la muerte y entren en la resurrección para que así podamos ser fortalecidos con la vida divina. Un día nuestro cuerpo morirá y entrará en la resurrección para llegar a ser así un cuerpo glorificado. Si nuestra alma no entra en la muerte, ella permanecerá independiente de Dios y no podrá mezclarse con Él. Es sólo cuando nuestra alma haya sido llevada a la muerte y haya entrado en la resurrección que dejará de ser independiente de Dios y, por ende, entrará en Dios. Entonces nuestro espíritu llegará a ser la parte dominante, y nuestra alma quedará subordinada a nuestro espíritu. Más aún, nuestra alma estará completamente bajo la dirección de nuestro espíritu. Esto es semejante a la aleación del bronce con el oro. A fin de que estos dos metales se mezclen, hay que fundirlos. Sin embargo, el bronce no desaparece, sino que se mezcla con el oro. Conforme al mismo principio, después que experimentamos la disciplina del Espíritu Santo y la muerte de la cruz, las funciones de nuestra alma son resucitadas por la vida de Dios y se mezclan con esta vida. Así como el bronce y el oro primero se derriten y después se mezclan para formar una aleación de bronce con oro, de la misma manera la vida de nuestra alma tiene que morir y entrar en la resurrección, a fin de mezclarse con Dios. Nuestra humanidad se mezcla con la divinidad y, en consecuencia, es fortalecida y enriquecida con la naturaleza divina.


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