Visión intrínseca del Cuerpo de Cristo, Lapor Witness Lee
ISBN: 978-0-7363-1376-6
Copia impresa: Living Stream Ministry disponible en línea
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La iglesia es también el fruto de que Dios el Hijo imparta el elemento divino en aquellos que Dios el Padre escogió y predestinó (Ef. 1:7-12). Dios el Hijo nos redimió mediante Su sangre (v. 7). Si no hubiéramos estado bajo condenación, no habríamos tenido necesidad de ser redimidos. Antes de que fuéramos salvos estábamos en Adán, en el mundo, en el pecado y en la muerte. Pero Cristo vino y nos redimió, sacándonos de Adán, del mundo, del pecado y de la muerte, y nos puso en Sí mismo; así que, ahora estamos en El. En el Nuevo Testamento encontramos esta expresión maravillosa: en El. Todos debemos decir: “Aleluya en El”. Debemos entender dónde estamos en este mismo instante: estamos en Cristo, el segundo de la Trinidad Divina, el Hijo de Dios, quien es la corporificación del Padre. Hemos sido redimidos por El y ahora estamos en El.
¡Cuán maravilloso es que estemos en Cristo! Cristo ha llegado a ser nuestra esfera, nuestro reino y nuestro elemento. La vida y la naturaleza del Padre son la sustancia, y el elemento del Hijo es el contenido de esta vida y naturaleza divinas. En la naturaleza y vida humanas tenemos el elemento humano; asimismo, ya que poseemos la naturaleza divina y la vida divina, también tenemos el elemento divino. En dicho elemento y con él, Dios nos hizo una nueva creación (2 Co.5:17). Esta nueva creación es un tesoro precioso para Dios.
Hemos sido puestos en Cristo, quien ahora es nuestra esfera y elemento, a fin de que, poseyendo Su elemento divino, seamos hechos la herencia de Dios, un tesoro para Dios (Ef. 1:8-11). Dicho tesoro llega a ser la herencia de Dios. Si aún estuviéramos en Adán, en el mundo, en el pecado y en la muerte, Dios no nos tomaría como Su herencia. ¿Cómo podríamos los pecadores llegar a ser la herencia de Dios? Unicamente al ser puestos en Cristo. En Cristo y con El fuimos hechos una nueva creación, y esta nueva creación es la posesión de Dios, es decir, Su herencia.
Dios nos valora como Su tesoro, pues a los ojos de El ya no somos pecadores, sino que ahora somos como un diamante. Dios nos valora en Cristo como Su posesión, Su herencia. En Cristo, Dios desea reunir todas las cosas creadas bajo una cabeza (v. 10). Hoy tenemos a Cristo y estamos en El. ¡Aleluya, somos uno! En el mundo no hay unidad. En la iglesia están representadas todas las razas, y aunque hay entre nosotros blancos, negros, amarillos, morenos y rojos, no obstante, todos somos uno en Cristo. En Cristo todos estamos reunidos bajo una sola cabeza. Debido a que Cristo nos redimió y nos puso en Sí mismo como elemento, El impartió Su propio elemento divino dentro de nuestro ser. Por lo tanto, no sólo tenemos la naturaleza divina y la vida divina, sino también el elemento de dicha vida y naturaleza; ésta es la impartición de Dios el Hijo, la segunda persona de la Trinidad Divina.
La iglesia, el Cuerpo de Cristo, es el fruto de que Dios el Espíritu imparta la esencia divina en aquellos que son hechos la herencia de Dios el Padre, los que redimió Dios el Hijo. Después de la redención efectuada por el Hijo, el Espíritu de Dios viene a sellarnos (Ef. 1:13). Si alguien compra un libro, lo sella para indicar que ese libro le pertenece. El sello tiene tinta, y cuando se estampa el sello sobre una hoja de papel, la tinta satura el papel y lo empapa. Saturar es un acto vertical, mientras que empapar, algo horizontal. Debido a que fuimos redimidos en Cristo, El es el elemento en el que fuimos hechos el tesoro de Dios, Su herencia, Su posesión. Debido a que somos la herencia de Dios, El puso Su Espíritu Santo en nosotros como un sello para marcarnos, indicando que le pertenecemos. Dios puso una marca sobre nosotros, y esta marca, este sello, es el Espíritu que nos sella, nos satura y nos empapa.
Mientras se ministra la palabra en las reuniones, el Espíritu que sella nos satura verticalmente y nos empapa horizontalmente para llenarnos del Dios que se nos imparte. Cuando un hermano regresa a casa después de asistir a una conferencia de fin de semana, sus parientes pueden percibir que hay algo diferente en él. La diferencia radica en que durante la conferencia él fue completamente empapado, saturado y sellado con el Espíritu. El sello produce una marca que indica propiedad, y además imprime su imagen sobre el objeto sellado. El sello del Espíritu causa que expresemos la imagen de Dios.
El Espíritu nos sella continuamente, saturándonos y empapándonos. De hecho, seremos sellados hasta la redención y transfiguración de nuestro cuerpo (1:14; 4:30). Hoy día el Espíritu nos sella interiormente y opera en nosotros tanto vertical como horizontalmente, con miras a transformarnos y transfigurarnos. Somos la herencia de Dios y, como tal, somos sellados a fin de ser saturados con la esencia divina, como la impronta que nos marca y como la imagen de Dios que lo expresa a El.
Mientras el Espíritu que sella nos satura, permanece con nosotros como arras (1:14), las cuales garantizan que Dios será nuestra herencia. El Espíritu mismo es las arras de nuestra herencia y, como tal, es un anticipo de lo que vamos a heredar de Dios, dándonos un sabor anticipado de la herencia plena. Podemos saborear al Señor, quien mora en nosotros, y Su sabor es dulce, agradable y bueno (1 P. 2:3; Sal. 34:8); no obstante, esto es sólo un anticipo, pues la plenitud está por venir. Cuando disfrutamos el anticipo, nos damos cuenta de que éste nos garantiza que Dios será nuestro sabor pleno. El Espíritu, las arras de Dios, la herencia de Su pueblo redimido, les da a ellos un sabor anticipado de El, garantizándoles el sabor pleno hasta la redención de la posesión adquirida, la herencia que Dios redimió. Esto ocurre para alabanza de la gloria de Dios, es decir, Su expresión (Ef. 1:14).
Hasta aquí, hemos visto que se nos ha impartido la naturaleza y la vida del Padre, el elemento del Hijo y la esencia del Espíritu. Ciertamente la esencia es más fina e intrínseca que el elemento. En la sustancia se encuentra el elemento, y en el elemento está la esencia. El Dios Triuno —como sustancia, elemento y esencia— se impartió en nosotros y continúa haciéndolo. Dicha impartición es Su dispensar.
En el cristianismo, muchos piensan que la Biblia enseña meramente lo que debemos y no debemos hacer, pero si éste fuera el caso, dichas enseñanzas serían iguales a las enseñanzas de Confucio. La salvación que Cristo efectúa no tiene como objetivo enseñarnos, sino impartirnos e infundirnos a Dios. Esta es la razón por la que debemos invocar el nombre del Señor cada mañana, diciendo: “Oh Señor Jesús”. Si algunos no lo han hecho, les animo a que lo practiquen de hoy en adelante. Lo primero que debemos hacer por la mañana es invocar, de tres a ocho veces, el nombre del Señor. Para no molestar a los demás temprano en la mañana, podemos invocar en voz baja: “Oh Señor Jesús”. Si practican esto, serán personas diferentes. Al invocar el nombre del Señor, recibirán un suministro fresco.
También podemos recibir el suministro divino orando dos o tres versículos de la Palabra cada mañana. Quizás leamos Juan 1:1 y oremos: “En el principio era el Verbo. Señor Jesús, Tú eras en el principio. Tú eres el Verbo”. Podemos orar-leer este versículo y otro más por unos diez minutos. Si lo hacemos, ciertamente seremos refrescados, pues recibiremos una nueva impartición divina.
Durante el día, siempre que nos sintamos cansados, debemos clamar: “Oh Señor Jesús”. La mayor parte de mi trabajo consiste en escribir y componer mientras estoy en mi escritorio. A menudo me canso. Pero cuando invoco por unos cuantos minutos, “Oh Señor Jesús”, me siento refrescado. Esta es la manera de recibir al Dios Triuno, de recibir Su suministro, de recibir Su impartición y transmisión divinas.
La iglesia se produce por la impartición y transmisión divinas de la naturaleza y la vida de Dios el Padre, del elemento de Dios el Hijo, y de la esencia de Dios el Espíritu. Nada puede superar a esta triple impartición. Dicho suministro es superior a una mera enseñanza. Algunos dicen que soy un maestro que enseña la Biblia. Decir eso no está mal, pero no estoy satisfecho con ello. Deseo ser una persona que siempre suministre a otros una “dosis” divina, una inyección divina. Cuando ministro la palabra, procuro inyectar en las personas al Dios Triuno, lo cual es Su impartición y transmisión.
La sección final de Efesios 1 revela que la iglesia, el Cuerpo de Cristo, es el fruto de que Dios, en Su trinidad divina, se transmita a Su pueblo escogido y redimido (vs. 19-23). Pablo oró para que viéramos la transmisión de la supereminente grandeza del poder de Dios para con nosotros los creyentes. Este poder grandioso operó en Cristo resucitándole de los muertos, sentándole a la diestra del Padre por encima de todo, y sometiendo todas las cosas bajo Sus pies. Además, este poder estableció al Cristo resucitado y ascendido como Cabeza sobre todas las cosas. Este gran poder de Dios ahora opera en nosotros y sobre nosotros. Tal poder fue forjado en Cristo y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas a fin de transmitir dicho poder a la iglesia, el Cuerpo de Cristo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo.
Debemos darnos cuenta de que la vida y la naturaleza de Dios, el elemento de Cristo y la esencia del Espíritu han sido impartidas en nosotros. Además, el poder de Dios para con nosotros es sumamente grande (v. 19). Este poder es la transmisión divina que resucitó a Cristo de entre los muertos, lo elevó hasta los cielos, sometió todas las cosas bajo Sus pies y lo dio por Cabeza sobre todas las cosas. Podemos comparar esta transmisión con la corriente eléctrica. Dicha corriente es la transmisión del poder eléctrico que proviene de la planta central.
Además de la impartición divina o suministro divino, existe dicha transmisión divina. La impartición de la vida y la naturaleza de Dios el Padre, del elemento de Dios el Hijo y de la esencia de Dios el Espíritu, es intrínseca y se efectúa en nosotros con el fin de obrar en nuestro ser. Pero la transmisión del poder divino se efectúa dentro y fuera de nosotros con el fin de fortalecernos. Recibimos una impartición triple, la cual nos fortalece interior e intrínsecamente, y también tenemos el poder divino que nos “electrifica” para fortalecernos. El Cuerpo de Cristo es el fruto de que el Dios Triuno se imparta en nuestro ser y también de que Dios se transmita a nosotros para fortalecernos por dentro y por fuera. Por consiguiente, disfrutamos la impartición triple y la transmisión plena. La iglesia es el fruto de la impartición del Dios Triuno y de la transmisión del Dios que fortalece.
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