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Conocimiento de la vida, Elpor Witness Lee

ISBN: 978-0-87083-917-7
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CAPITULO TRECE

LA SALIDA DE LA VIDA

Ahora veremos el decimotercer punto principal con respecto al conocimiento de la vida: la salida de la vida. Si queremos conocer el camino de la vida y perseguir el crecimiento de la vida, debemos entender claramente la salida de la vida, es decir, la vía por la cual la vida sale de nuestro interior.

Casi todos los puntos principales de este capítulo ya se han mencionado en los capítulos anteriores. Ahora consideraremos cada punto específicamente.

I. EL LUGAR DONDE SE ENCUENTRA
LA VIDA: EL ESPIRITU

Dios nos regenera por medio de Su Espíritu y de esta manera Su vida es introducida en nuestro espíritu; por tanto, nuestro espíritu es el lugar donde se encuentra la vida.

Cuando la vida de Dios, la cual está en el Espíritu de Dios, entra en nuestro espíritu, estos tres se mezclan como uno solo y llegan a ser lo que Romanos 8:2 llama “el Espíritu de vida”. Así que, este espíritu de vida tres-en-uno que está dentro de nosotros es el lugar donde se encuentra la vida.

II. LA SALIDA PARA LA VIDA: EL CORAZON

En el capítulo “La ley de la vida”, dijimos que el corazón es la entrada y la salida de la vida, así como el interruptor de la vida; por lo tanto, el corazón está íntimamente relacionado con el brotar de la vida.

Mateo 13 es la parte de la Biblia que afirma claramente que el corazón tiene que ver con el brotar de la vida. Allí el Señor nos dice que la vida es la semilla y que el corazón es la tierra; por tanto, el corazón es el lugar donde la vida crece y brota de nuestro interior. El hecho de que la vida brote o no de nuestro interior depende totalmente de la condición de nuestro corazón. Si es un corazón cabal o recto, la vida puede brotar; pero si el corazón es impropio o perverso, la vida no puede brotar. Por tanto, si queremos que la vida crezca y brote de nuestro interior, debemos resolver los problemas de nuestro corazón.

Mateo 5:8 dice: “Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios”. Esto nos indica que nuestro corazón debe ser puro. Resolver los problemas de nuestro corazón equivale a purificarlo, es decir, hacer que nuestro corazón desee a Dios, ame a Dios y se incline hacia Dios en simplicidad, sin tener otro amor o deseo aparte de El. Cuando los problemas de nuestro corazón han sido resueltos y nuestro corazón purificado, entonces es un corazón cabal y recto. De esta manera la vida puede brotar.

III. EL CORREDOR DE LA VIDA

Aunque el corazón es la salida de la vida, el lugar donde la vida brota, la vida tiene que pasar por la conciencia, las emociones, la mente y la voluntad, es decir, por las cuatro partes del corazón para que crezca y brote de allí. Así que, estas cuatro partes son los lugares por los cuales la vida pasa. Por lo tanto, debemos ver la relación entre estas cuatro partes y el brotar de la vida.

A. La conciencia

Cuando la vida crece y brota de nuestro interior, pasa por la conciencia. La conciencia debe estar libre de ofensas. Resolver los problemas de la conciencia equivale a liberarla de toda ofensa.

Antes de ser salvos, mientras todavía éramos pecadores, en nuestra conducta y comportamiento frecuentemente ofendíamos a Dios y perjudicábamos a los hombres; nuestro corazón era sucio y engañoso; por lo tanto, la conciencia entenebrecida estaba llena de ofensas y agujeros y era extremadamente inmunda. Por eso, en cuanto seamos salvos, debemos resolver los problemas de la conciencia. Cuando fuimos salvos al principio, una gran porción de las lecciones que aprendimos, tales como hacer restitución por deudas anteriores, resolver el vivir pasado, etc., tenían como fin que, incluso desde el mismo principio de nuestra vida cristiana, resolvamos adecuadamente los problemas de la conciencia para que sea limpia y sin ofensa. Después, durante toda nuestra vida cristiana, puede ser que a veces fallemos y nos debilitemos, cayendo así en el pecado y en la carne o contaminándonos y ocupándonos del mundo, lo cual añade ofensas y agujeros a nuestra conciencia; por lo tanto, necesitamos ejercitarnos en resolver continuamente los problemas de nuestra conciencia para mantenerla siempre libre de ofensas. En 1 Timoteo 1:19 dice: “Manteniendo la fe y una buena conciencia, desechando las cuales naufragaron en cuanto a la fe algunos”. Esto nos muestra que resolver los problemas de la conciencia tiene mucho que ver con el crecimiento de vida. Cuando desechamos la conciencia y no la atendemos, inmediatamente la vida es impedida y encarcelada. Por lo tanto, si deseamos tener el crecimiento de vida, si queremos que la vida en nosotros tenga salida y que brote de nuestro corazón, resulta imprescindible resolver los problemas de la conciencia.

Resolver los problemas de la conciencia significa eliminar todas las ofensas y los sentimientos inquietos e intranquilos de la conciencia. Ante Dios, si nos volvemos injustos por el pecado, impíos porque una parte del mundo ha ocupado nuestro corazón, o inquietos debido a otras condiciones que nos han quitado la armonía con El, nuestra conciencia nos condena y nos sentimos ofendidos e inquietos delante de Dios. Si queremos solucionar esta condición, tenemos que prestar atención a lo que sentimos. Por lo tanto, para tener una buena conciencia necesitamos resolver cualquier problema que sugiere el sentir interior de nuestra conciencia. Una vez que hemos pasado por este proceso de manera completa, nuestra conciencia puede ser muy limpia y segura, sin ofensa ni acusación. Así la vida puede crecer y brotar naturalmente de nuestro interior.

Nuestra experiencia nos muestra que en nuestro intento de resolver los problemas de la conciencia para que quede totalmente limpia, a veces llegamos a extremos. Esto significa que la conciencia es tratada hasta el punto de ser demasiado sensible, casi débil. En tal condición, la persona no se atreve a moverse ni actuar; con cada acción siente que ha cometido una ofensa, y con cada acto siente inquietud. Este parece ser un caso extremo; no obstante, es necesario en la etapa inicial de nuestro aprendizaje con respecto a la conciencia.

El período durante el cual traté muy severamente mi conciencia fue en 1935. En aquel tiempo yo daba la impresión de ser un caso psiquiátrico. Por ejemplo, cuando iba a las casas de otros, después de entrar por la puerta de afuera, si nadie venía para abrir la puerta interior, no me atrevía a abrirla y entrar. Al entrar en la sala, si nadie me invitaba a sentarme, no me atrevía a hacerlo; y si lo hacía, dentro de mí yo sentía que estaba abusando de la soberanía de otra persona. Si había periódicos delante de mí, y si nadie me invitaba a leerlos, tampoco me atrevía a hacerlo, y si lo hacía, también sentía que estaba violando la soberanía de otra persona. A veces, al escribir una carta, tenía que hacerla tres o cuatro veces. La primera vez que la escribía, me parecía que algunas palabras en la carta no eran exactas, así que la rompía y la escribía de nuevo. Después de escribirla por segunda vez, de nuevo me parecía que algunas palabras no eran apropiadas, así que la rompía una vez más y la escribía por tercera vez. Tampoco me atrevía a hablar con otros. Si yo hablaba, me parecía que había cometido algunos errores; o bien, que mis palabras no eran exactas, o que hablaba demasiado; y si no solucionaba eso, no podía estar en paz.

Una vez en Shanghái yo vivía con otro hermano en un cuarto pequeño. Cuando nos lavábamos la cara, teníamos que traer agua al cuarto para lavarnos. Ese cuarto era muy estrecho; aun cuando tomábamos mucho cuidado, no pudimos evitar que unas gotas de agua salpicaran la cama de la otra persona. En aquel entonces, frecuentemente yo salpicaba con agua la cama del otro hermano. Aunque poco después se secaba todo, y, en realidad, esto no podía considerarse como pecado, mi conciencia simplemente estaba intranquila y sentía una ofensa. Tenía que confesárselo a él y pedir perdón, diciendo: “Hermano, perdóname por favor, acabo de salpicar tu cama con muchas gotas de agua”. Cuando confesé así, mi conciencia de nuevo se puso inquieta. Claramente sólo eran tres gotas de agua; ¿cómo es que le dije “muchas gotas”? No pude sino confesar de nuevo. Entonces, por la tarde, yo andaba un poco descuidado: pisé sus zapatos bajo su cama, y otra vez mi conciencia no me dejó tranquilo. Tuve que confesar otra vez. Diariamente, desde la mañana hasta la noche, estaba confesando esta clase de pecado. Finalmente la paciencia de este hermano se agotó, y también me dieron vergüenza tantas confesiones; pero si no confesaba, no me sentía bien. Un día hubo otra ofensa; si se la confesaba, yo temía que él perdiera la paciencia. Si no la confesaba, yo no podría estar tranquilo. Por la noche, después de la cena, él quería dar un paseo y me ofrecí a salir con él. Entonces encontré la oportunidad de decirle: “Me equivoqué otra vez, por favor, perdóname”. Luego el hermano dijo: “La peor persona es aquella que comete un error, pero rehúsa confesarlo. La mejor persona es aquella que ni hace el mal ni lo confiesa. Uno que no es ni bueno ni malo es uno que comete un error y también lo confiesa”. Después de oír eso, dije en mi corazón: “Señor, ¡ten piedad de mí! No quiero ser la peor persona y no puedo ser la mejor; sólo puedo ser una persona que no es ni mala ni buena”.

Durante aquel tiempo en realidad me ocupaba demasiado de mi conciencia. Pero ahora, mirando atrás, creo que todo eso fue necesario. De hecho, uno que quiere tener el verdadero crecimiento en vida debe pasar por un período de resolver los problemas de la conciencia de una manera tan severa. Si la conciencia no es tratada suficientemente, la vida no puede crecer de modo adecuado.

Cuando nuestra conciencia ha pasado por tratos tan severos y detallados, su sensibilidad viene a ser más y más aguda. Es semejante al vidrio de una ventana: cuando está cubierto de polvo y lodo, la luz no lo puede penetrar; pero si lo frotamos un poco, el vidrio viene a ser un poco más claro. Cuanto más lo frotamos, más claro se pone, y más permite que la luz lo atraviese. Pasa lo mismo con la conciencia. Cuanto más confesamos lo que sentimos en la conciencia, más clara y brillante viene a ser y más aguda es su sensibilidad.

Cuanto más sensible es la conciencia, más suave es el corazón, porque en todo corazón ablandado la conciencia es muy sensible. Si sólo siente algo pequeño, lo puede sentir inmediatamente. Podemos decir que una conciencia sensible pertenece ciertamente a un corazón ablandado. Todos los corazones endurecidos tienen una conciencia entumecida. Cuanto más entumecida es la conciencia de una persona, más endurecido es su corazón. Por lo tanto, cuando el Espíritu Santo quiere ablandar nuestro corazón, empieza por conmover nuestra conciencia. Al predicar el evangelio, siempre hablamos del pecado; esto se debe a nuestra intención de conmover la conciencia del hombre para que sienta sus muchos errores y ofensas. Cuando la conciencia de un hombre es conmovida, su corazón también es ablandado; luego está dispuesto a recibir la salvación del Señor.

Puesto que una conciencia sensible libre de ofensa puede ablandar el corazón, desde luego es capaz de permitir que la vida brote de nosotros. Por tanto, la conciencia es el primer lugar por el cual la vida pasa al brotar, o bien, la primera sección de la salida del crecimiento de vida.


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