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Lo que el reino es para los creyentespor Witness Lee

ISBN: 978-0-7363-7228-2
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Actualmente disponible en: Capítulo 3 de 10 Sección 2 de 5

DIOS LE DIO LA AUTORIDAD, EL REINO
Y EL TRONO AL SEÑOR JESÚS

Después que el hombre y Satanás se rebelaron contra Dios, Dios determinó hacerse hombre; Él se hizo un hombre en el Hijo. Esto es un asunto sumamente importante. Dios se hizo un hombre en el Hijo y le confió al Hijo toda Su autoridad. Por lo tanto, toda la gloria de Dios reside en el Hijo. Así pues, podemos decir que el Hijo es la corporificación de la autoridad de Dios. Cuando el Señor Jesús era un hombre entre los judíos y algunos de ellos le preguntaron cuándo vendría el reino de Dios, Él respondió: “El reino de Dios está entre vosotros” (Lc. 17:20-21).

Cuando el Señor Jesús dijo estas palabras, quiso decir que Él mismo era el reino de Dios; por lo tanto, el que Él estuviera en medio de los judíos significaba que el reino de Dios estaba en medio de ellos. Él no quería que los judíos pensaran que el reino de Dios estaba “aquí” o “allí”; pues en realidad, el reino de Dios estaba entre ellos (v. 21). Él mismo era el reino de Dios. Toda la autoridad de Dios residía en Él, y el trono de Dios también estaba con Él. Aparte de Cristo, el hombre no puede encontrar el reino de Dios; aparte de Él, el hombre no puede tocar la autoridad de Dios; y aparte de Él, no existe el trono de Dios. Toda la autoridad de Dios reside en Él, pues Él es la autoridad de Dios. Por consiguiente, Él es el resplandor de la gloria de Dios. La expresión de la gloria de Dios está en la autoridad de Dios, y toda la autoridad de Dios reside en Cristo. Por lo tanto, Él es la autoridad de Dios y el reino de Dios, y la gloria de Dios reposa en Él.

Espero que todos los hijos de Dios puedan ver que el reino de Dios no es algo para el futuro. No debemos estudiarlo como si fuese meramente un objetivo y un asunto profético. En realidad, el reino de Dios es Cristo, el Hijo de Dios. Toda la autoridad de Dios reside en el Señor Jesús. En el momento en que creímos en el Señor, recibimos al Señor Jesús como nuestro Salvador y oramos: “Señor, te recibo en mi ser”. Sin embargo, no nos dimos cuenta de que el Señor a quien recibimos no sólo es el Salvador y Aquel que es vida, sino también el Rey. Él es el reino, y Él es la autoridad. Una vez que lo recibimos en nuestro ser, no sólo recibimos al Salvador y a Aquel que es vida, sino también al Señor y al Rey. En nosotros hay una autoridad, un reino. Este reino es Cristo mismo. Hoy el reino de Dios no sólo está fuera de nosotros, sino también dentro de nosotros. Este reino es Cristo, nuestro Salvador, quien es la autoridad en nosotros, pues ha establecido Su trono en nosotros y ha sido entronizado en nosotros.

Cuando el Señor Jesús iba a partir de este mundo, Él reveló que recibiría un reino y volvería (Lc. 19:12). De hecho, el reino de Dios y Su autoridad ya habían estado con Él por mucho tiempo, pero Dios tenía un procedimiento particular y una manera de hacer las cosas. En la eternidad pasada Dios le dio Su autoridad y Su reino a Su Hijo; estos asuntos desde mucho antes ya habían estado con el Hijo. Sin embargo, el Señor Jesús dijo que se iba para recibir un reino. ¿De qué manera se fue? Él se fue por medio de la muerte. El Señor recibió Su reino por medio de la muerte y la resurrección. Cuando el Señor resucitó de los muertos, ascendió a los cielos, y Dios lo exaltó a Su diestra, haciéndole Señor y Cristo. Esto oficialmente le demostró a todo el universo que Dios le había dado Su reino al Hijo.

En Salmos 2 Dios declaró: “Yo he establecido Mi Rey / sobre Sion, Mi monte santo” (v. 6). ¿En qué momento dijo Dios esto? Lo dijo cuando levantó al Señor Jesús de los muertos. En aquel entonces el Señor Jesús escuchó a Dios decirle: “Mi Hijo eres Tú; / Yo te he engendrado hoy” (v. 7). Esto es lo que Dios le dijo a Su Hijo en Su resurrección. Después que el Señor Jesús fue resucitado, Dios le dijo que lo había engendrado y que también lo había hecho Rey. Por esta razón, en Hechos 2, en el día de Pentecostés, Pedro se puso en pie y dijo: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (v. 36). La autoridad, el reino y el trono le han sido dados al Señor; Él ha sido entronizado, y todo lo relacionado con el reino está en manos de Él.

Alguien pudo haberle preguntado a Pedro: “¿Cómo sabe usted que Dios hizo a Jesús Señor y Cristo? ¿Acaso usted ha estado en el cielo? ¿Cómo sabe usted que Cristo ascendió al cielo y fue entronizado?”. Pedro podría haber respondido: “¿No ha visto usted que el Espíritu Santo descendió? El día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió. El hecho de que el Espíritu Santo descendiera demuestra que Jesús fue hecho por Dios Señor y Cristo. Debido a que Él fue exaltado, entronizado y hecho Señor y Cristo, Dios le dio el Espíritu Santo, quien luego fue derramado. El derramamiento del Espíritu Santo nos confirma y declara la autoridad que Dios le dio al Señor Jesús”.

Cuando el Señor Jesús iba a partir de este mundo, les dijo a Sus discípulos que el Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría, les daría a conocer todo lo que el Padre le había dado; el Espíritu Santo vendría de parte del Señor Jesús y les daría a conocer a los discípulos todo lo que el Señor había recibido (Jn. 14:26; 16:13-15). ¿Qué recibió el Señor? El Señor recibió el trono de Dios y la autoridad de Dios, y fue hecho por Dios Señor y Cristo. Después que el Espíritu Santo entró en los discípulos y fue derramado sobre ellos, Él testificó en ellos y los llevó a conocer que el Señor estaba en el trono, que el reino de Dios estaba con Él y que la autoridad de Dios estaba en Sus manos.

Por un lado, el Señor estaba en el trono, habiendo obtenido la autoridad, el trono y el reino. Por otro, los que estaban en el mundo no le conocían; ellos no sabían que el Señor Jesús estaba en el trono, que Él tenía la autoridad y que había recibido el reino. Aunque el mundo era ignorante y rechazaba a Cristo el Rey y también Su gobierno, Su reino y Su trono, Dios hizo algo especial: derramó el Espíritu Santo. ¿Sobre quiénes derramó el Espíritu Santo? Sobre aquellos que creían en Jesús. Dios hizo que el Espíritu Santo entrara en los que creían en Jesús, y también derramó el Espíritu Santo sobre ellos. A pesar de que el mundo rechaza a Cristo el Rey, Dios aún desea que el evangelio sea predicado en todo lugar. Este evangelio es el evangelio del reino (Mt. 24:14).

No importa dónde sea predicado este evangelio, en cuanto alguien ora a Jesús, diciendo: “Señor Jesús, soy pecador. Me arrepiento y te recibo como mi Salvador”, el Espíritu Santo entrará en él y vendrá sobre él. Ésta es una experiencia que hace temblar la tierra. Quizás algunos no se den cuenta de cuán grande es este asunto porque no saben lo que el Espíritu Santo hará después que entre en ellos y venga sobre ellos. Debemos recordar que cuando el Espíritu Santo entra en nosotros y es derramado sobre nosotros no sólo nos da paz al concedernos el perdón de los pecados y no sólo la vida de Dios entre en nosotros, sino que también el Señor mismo entra en nosotros.

¿Quién es este Señor que entra en nosotros cuando el Espíritu entra en nosotros? Tal vez sepamos que Él es el Señor que murió por nosotros en la cruz. Sin embargo, cuando le recibimos como nuestro Salvador y cuando Él entra en nosotros como Espíritu, Él no es el Señor que está en la cruz, sino el Señor que está en el trono. Aquel a quien recibimos es el Señor que fue clavado en la cruz; sin embargo, hoy en día Él ya no está en la cruz, sino en el trono.

El Señor a quien recibimos es el Señor que está en el trono. Él fue crucificado, pero después pasó por la tumba, resucitó y ascendió a lo alto. Dios le exaltó a Su diestra, le entronizó y le dio toda autoridad en el cielo y en la tierra (28:18). Dios le hizo Señor y Rey; Él es el Rey que está en el trono. Antes que fuéramos salvos, el Espíritu Santo vino a nosotros, motivándonos y diciéndonos que éramos pecadores y que necesitábamos arrepentirnos, recibir al Señor y creer en Jesús. Como resultado, nos sentimos conmovidos y oramos, diciendo: “Oh Señor, soy pecador. Tú moriste por mí y yo te he recibido como mi Salvador”. Nunca debemos considerar esto algo trivial. Mientras orábamos, nuestros pecados fueron perdonados; mientras orábamos, obtuvimos paz; y mientras orábamos, el Señor entró en nosotros. Éste es un asunto extremadamente importante, es algo maravilloso, pues por medio de esto Jesús, Aquel que fue entronizado, entró en nosotros.

Este Jesús es una Persona maravillosa. Debemos ver que Él no solamente es el Jesús crucificado, sino también Aquel que está en el trono. Cuando le recibimos, Él entra en nosotros no desde la cruz, sino desde el trono. Más aún, Él entra en nosotros no sólo desde el trono, sino también con el trono.

Por lo tanto, cuando somos salvos, recibimos al Salvador y también al Rey de reyes y al Señor de señores. Muchos himnos del evangelio describen una escena similar a la que se describe en las siguientes líneas: “Me postré ante la cruz, delante de los pies horadados del Señor Jesús. Vi las marcas de los clavos en Sus manos. Vi Su costado herido. Vi los azotes en Su espalda. Vi la corona de espinas en Su cabeza. Vi las espinas enterradas en Su cabeza; Su sangre fluía gota a gota. Entonces me arrodillé delante del Jesús crucificado, y recibí a este hombre en la cruz como mi Salvador”. Muchos himnos usan palabras y expresiones similares a éstas. Sin embargo, debemos saber que ésta es la oración que ofrecen aquellos cuyos ojos no han sido abiertos ni han visto todavía la visión sobre el monte. Lo que ellos ven es la Jerusalén terrenal y el monte llamado Gólgota, el cual estaba fuera de la ciudad de Jerusalén y sobre el cual estaba la cruz donde estaba colgado el Jesús crucificado. La luz que ellos han recibido los capacita para ver solamente las cosas de la tierra, y no la escena celestial.

Necesitamos ver que el Señor ya no está en la cruz ni en la tumba. En la mañana de Su resurrección, cuando los que le amaban vinieron a buscarlo en la tumba, ésta estaba vacía. Los ángeles les dijeron: “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo” (Mt. 28:6). Además, en el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió del cielo sobre Pedro. En ese tiempo Pedro se volvió “loco”, o al menos seguramente temblaba mientras hablaba, porque la gente pensaba que estaba ebrio. Pedro les dijo a las personas que no era la hora de beber, pues apenas eran las nueve de la mañana, y nadie bebía a esa hora (Hch. 2:15). Sin embargo, la gente supuso que Pedro estaba borracho; esto muestra que el Espíritu Santo verdaderamente había descendido sobre él. Cuando el Espíritu Santo descendió sobre Pedro, él se volvió loco.

Pedro era antes un pescador de Galilea; él no tenía mucha educación. Sin embargo, el día de Pentecostés vemos que fue osado, poderoso y elocuente, y que no temía ni el cielo ni la tierra. No mostró ningún miedo al Imperio romano, ni a la religión judía, ni al sumo sacerdote, ni a los fariseos, ni a los ancianos; él predicaba a Jesús nazareno como Señor. Las personas pensaron que él estaba loco, pero él les dijo: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hch. 2:36). Cuando los israelitas oyeron esto, se compungieron de corazón. Entonces Pedro les mandó que se arrepintieran y recibieran el don del Espíritu Santo (vs. 37-38).

Cuando estemos dispuestos a recibir y a obtener a este Espíritu Santo, Él entrará en nosotros, nos dará paz al concedernos el perdón de los pecados y nos dará vida eterna. Más aún, cuando el Espíritu Santo entra en nosotros, el Señor Jesús entra en nosotros. El Jesús que entra en nosotros es el Jesús que está en el trono, Aquel que fue exaltado, Aquel que fue hecho Señor y Cristo. Lo que Él nos trae no es simplemente la cruz, sino el trono. El Señor que está en el trono entra en nosotros con Su trono; Él viene no solamente para ser nuestra vida, sino también nuestra autoridad. Él no sólo es nuestro Salvador, sino también el reino. Él es el reino de Dios, la autoridad de Dios, y desea establecer Su trono en nosotros. Él está en el trono como Rey en nosotros. Debemos recordar que eso es lo que significa ser cristiano.

La experiencia de un cristiano no es simplemente una experiencia de vida y paz, sino también una experiencia del reino, del trono, de la autoridad y del Rey de reyes. Aquel que está en nosotros no es solamente el humilde Jesús, sino también el Cristo glorificado. Él no sólo es el Jesús que fue rechazado por los hombres, sino también el Cristo que fue exaltado por Dios, y toda autoridad en el cielo y en la tierra le ha sido dada a Él.


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